Europa se enfrenta a una pregunta incómoda: ¿qué tan europea sigue siendo su industria? Durante años, el continente apostó por abrir sus fronteras al comercio global, confiando en que la competencia traería innovación, empleo y prosperidad. Pero en la práctica, esa apertura terminó beneficiando más a otros que a los propios europeos. Mientras las marcas asiáticas continúan ampliando sus ventas y sus fábricas en suelo europeo, las empresas locales observan como su espacio se empieza a reducir cada vez más.
Un modelo que empieza a agotarse
Durante mucho tiempo, Europa creyó que abrirse al comercio mundial era el camino directo a la prosperidad. Se pensó que más competencia traería innovación, equilibrio y oportunidades para todos. Pero la realidad terminó siendo otra y muy diferente. Esa apertura, que en teoría buscaba crecimiento, terminó generando una competencia desigual.
Mientras las empresas europeas debían cumplir con normas ambientales y laborales cada vez más exigentes, otros países producían a menor costo y con menos controles. El resultado fue una pérdida lenta pero constante de peso industrial. Fábricas que eran símbolo de una época cerraron. Además, sectores clave se achicaron y muchos empleos especializados se fueron trasladando al exterior. Todo esto está generando una gran preocupación.
Un golpe de realidad para el continente
En países como España y Hungría hay una escena se repite. Fábricas recién inauguradas presumen de inversión extranjera, pero los beneficios reales son limitados. Hay fabricantes en Europa que ensamblan coches chinos, con piezas de ese origen y personal oriundo de se lugar. En el caso de Chery, en Barcelona, los vehículos llegan desde China parcialmente desmontados, se ensamblan localmente y se venden como “fabricados en Europa”. El empleo y los componentes, sin embargo, siguen siendo mayoritariamente chinos.
Lo mismo ocurre con la planta de CATL en Zaragoza. Esta debería generar 3000 empleos. Pero la mayoría de los trabajadores que están levantando la fábrica llegaron directamente desde China. A primera vista, todo suena a éxito industrial. Pero en la práctica, se trata de una operación controlada desde fuera. El vicepresidente de la Prosperidad y Estrategia Industrial de la Comisión Europea lo resumió con claridad: el problema no es solo económico, sino estructural.
Cada fábrica extranjera que se instala sin integrarse realmente a la cadena local erosiona la capacidad de Europa para sostener su propio tejido productivo. Las fábricas crean empleos, pero también atraen proveedores y servicios que fortalecen la economía. Sin nada de eso, el crecimiento se vuelve difícil.
Europa quiere cambiar la estrategia
La reacción de Bruselas ya está en marcha. La Unión Europea no quiere volver al proteccionismo clásico. Pero tampoco es cuestión de seguir siendo el terreno de juego de otros. En lugar de imponer nuevos aranceles, planea aplicar condiciones claras. Si una empresa quiere producir en suelo europeo, deberá hacerlo con proveedores locales, tecnología europea y empleo europeo.
El objetivo es reequilibrar la competencia y garantizar que la inversión extranjera también deje valor en el territorio. China, durante años, obligó a las marcas occidentales a asociarse con empresas locales para poder operar allí. Ahora, Europa busca aplicar un principio similar.
Europa parece estar despertando de una especie de siesta económica. Después de años confiando ciegamente en la globalización, empieza a reconocer que abrir las puertas sin condiciones tuvo un precio. Ahora busca una nueva forma de competir. Una más estratégica, más equilibrada y, sobre todo, más consciente de su propio valor. El mensaje de Bruselas es claro. Ya no se trata de cerrarse al mundo, sino de recuperar el control que parece perdido. Y así asegurarse de que cada inversión extranjera también fortalezca el tejido industrial europeo y no lo vacíe desde dentro.
