Aparcar en las ciudades españolas se convirtió en una prueba de paciencia. No solo se trata de la falta de plazas o zonas reguladas. Sino de un fenómeno que comenzó a hacerse cada vez más presente: los gorrillas. A cambio de unas monedas, ocupan las calles como se fuesen suyas. Lograr encontrar un lugar donde dejar el auto se convirtió en una verdadera lotería. En muchos lugares, ya dejó de ser una simple acción y comenzó a transformarse en una situación marcada por la frustración, la desconfianza y en muchas ocasiones el miedo.
Las calles comenzaron a cambiar
La calle muchas veces funciona como el primer espacio en el que convivimos con los demás. Nos cruzamos peatones, bicicletas, coches, motos y también inevitables tensiones. Cada centímetro de asfalto es una constante negociación entre lo individual y lo colectivo. En ese tablero, el coche ocupa un lugar especial. Es un símbolo de independencia y a la vez, fuente de diversos conflictos. El aparcamiento, que debería ser una acto de lo más cotidiano, se convirtió en uno de los puntos más sensibles de la vida en la ciudad.
La falta de espacio, la presión del tráfico y la desigual distribución de zonas reguladas alimentan la desconformidad de los conductores. En los barrios más transitados, esta tensión crece y con ella surgen conductas informales o directamente ilegales que hacen que la situación sea todavía más grave. Lo que empieza como un gesto de ayudar al otro puede convertirse en una forma de extorsión cotidiana.
El barrio que decidió poner un freno a la situación
Este punto de quiebre llegó en Nuevo Molino donde los vecinos decidieron actuar por su cuenta. Cansado de la presencia constante de gorrillas, un residente del barrio comenzó una protesta improvisada. Decidió pegar carteles con un mensaje claro: «En esta calle el aparcamiento es gratuito». La iniciativa se multiplicó durante la noche. Decenas de carteles aparecieron en diferentes zonas y muchos conductores los encontraron sobre el parabrisas del coche.
La Asociación de Vecinos Costa de la Luz respalda este reclamo. Ya se discutió con anterioridad en asambleas anteriores y denuncian que la situación se volvió insostenible. Los enfrentamientos con los gorrillas son cada vez más frecuentes. Los residentes aseguran que el miedo a represalias es real y que la actividad se concentra en los puntos con más actividad de la zona.
Una práctica que se repite en toda España
El caso de Nuevo Molino no es aislado. En las grandes ciudades los gorrillas forman parte de una economía paralela que se mueve entre la ilegalidad y la indiferencia institucional. Ofrecen vigilar los coches pero lo que muchos vecinos describen es otra cosa: presión, conflictos, sensación de inseguridad. La raíz del problema está en la falta de control como en la precariedad social de quienes ejercen esta práctica.
Sin una respuesta coordinada que combine vigilancia y asistencia el círculo se repite y se convierte en un bucle infinito de tensión, quejas y promesas. Al no existir un marco nacional que aborde de manera integral este fenómeno podríamos empezar a sufrir una invasión en las calles cada vez más difícil de controlar.
Lo que sucede en las calles de Nuevo Molino representa una realidad más amplia. La del espacio público como un campo de disputa. Aparcar no debería ser una actividad que demande de tensiones ni un motivo de enfrentamiento. La falta de soluciones efectivas sigue permitiendo que los gorrillas dominen rincones enteros de ciudades españolas. Los vecinos solo piden tranquilidad a la hora de estacionar sin sentirse observados ni amenazados. Pero para lograrlo falta algo más que carteles. Se necesitan decisiones políticas y empatía social.
