Las grandes corporaciones intentan atarnos de pies y manos, nosotros los consumidores, debemos plantearnos si las opciones que nos dan son las mejores, o si simplemente, vamos como un rebaño de ovejas caminando hacia donde va la multitud.
Ya sea en el ámbito de la energía o en el de las telecomunicaciones, en el del transporte, en el de la alimentación o en cualquier otro que nos afecta a nuestro día a día, los ciudadanos sentimos cada vez más que nos toca enfrentarnos a unos gigantes que no tienen nada que ver con los molinos contra los que Don Quijote arremetió tan equivocado como valiente. Hoy cada uno de nosotros debe embarcarse en una batalla cotidiana contra esas grandes corporaciones para lograr unos servicios o unos bienes que en buena medida son o deberían ser derechos y no productos de monopolios u oligopolios, como lo son en tantas ocasiones.
Esto es casi siempre así porque los gobiernos –este y el anterior, los de aquí y los de nuestros vecinos, los nacionales y los autonómicos, los europeos y los locales– se alinean antes con los intereses de esas grandes compañías que con los del conjunto de la sociedad. En el mejor de los casos, porque entienden erróneamente que la buena marcha de estos trasatlánticos de nuestro sistema constituye el pilar de la salud del conjunto de nuestra economía; es decir, se pueden hundir cien mil pymes pero que no decaiga el rating de una de esas “empresas emblemáticas”. En otros casos, sencillamente es así por intereses más espurios, esos que acaban dando lugar a ese fenómeno tan propio del sector eléctrico como lo es el de las puertas giratorias.
La principal arma de esas grandes corporaciones en su relación con nosotros, los pigmeos ciudadanos, es tan perversa como sencilla: los contestadores automáticos. Es la fuerza de choque para debilitarnos y desmoralizarnos ya desde la primera escaramuza. Nos ponen a hablar con un ordenador sibilinamente programado para agotarnos, para desesperarnos e invitarnos a la retirada. SI logramos superar ese primer frente la cosa no mejora; sí, nos encontraremos con voces humanas pero en realidad solo estarán leyendo lo que un ordenador les va mostrando, sin posibilidad alguna de salirse del guión.
Esos son los recursos habituales pero sobre todo cuentan a su favor, y por tanto en contra nuestra, con muchos otros más contundentes como su influencia en los medios, sus grandes bufetes de abogados para el caso en el que un Don Quijote del siglo XXI se atreva a desafiarles en los tribunales y finalmente esa legislación que siempre les acabará dando la razón, que para eso se han trabajado a los que la redactan.
El poder de elegir
Frente a esas armas de destrucción masiva los ciudadanos tenemos algún resorte en muchos ámbitos –lamentablemente no en todos– el poder de elegir un proveedor distinto para adquirir esos servicios o bienes esenciales para nosotros, como supone –por ejemplo, ya que estamos en este blog- contratar el suministro eléctrico con una comercializadora independiente. Decenas, cientos o miles (según los sectores) de pequeñas y medianas empresas nos ofrecen una relación distinta, otra proximidad y casi siempre, por lo menos, la misma calidad.
Sin embargo, tenemos la tentación de entregarnos a esos gigantes y lo hacemos atrapados por una especie de síndrome de Estocolmo (¿por comodidad? ¿por inercia? ¿por borreguismo?). Somos conscientes de que nos manipulan a nosotros como consumidores, que manejan a los gobiernos como si fueran empleados suyos y que controlan a los medios como principales anunciantes. Por lo menos en el mercado eléctrico tenemos la oportunidad de liberarnos de esa dependencia. ¡Ejércela!