Las ballenas son animales mamíferos impresionantes, pero desconocidos, de hecho, pocos saben que son como los “jardineros” más eficientes del océano. Un nuevo y exhaustivo estudio publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS) ha venido a cambiar esa percepción. Los investigadores han descubierto que los desechos fisiológicos de las ballenas (sí, su orina y sus heces) son un motor biológico capaz de aumentar la producción primaria del océano hasta un 10% en los meses de verano.
El trabajo, que se ha centrado en las zonas de alimentación de los mares Nórdico y de Barents, confirma algo que los biólogos llevaban tiempo sospechando, pero que costaba demostrar con datos tan precisos. Las ballenas no son meros consumidores que agotan recursos y sí, una pieza necesaria en el reciclaje de nutrientes, un proceso vital para que la vida marina prospere.
La “fontanería” química del océano
Para entenderlo hay que comprender primero qué ocurre en el mar durante el verano. En esta época, las aguas superficiales suelen estratificarse (se forman capas que no se mezclan), lo que impide que los nutrientes del fondo suban a la superficie donde da el sol. Sin nutrientes, el fitoplancton (las plantas microscópicas del mar) no puede crecer. Y sin fitoplancton, toda la cadena alimentaria se resiente.
Aquí es donde entran en juego los cetáceos. El estudio detalla que las ballenas barbadas, como la minke o la ballena de aleta, actúan como un “ascensor de nutrientes”. Se alimentan en las profundidades y suben a la superficie para respirar y liberar sus desechos.
Lo interesante es la especialización química que han descubierto los científicos, pues según el análisis de las muestras revela que la orina de las ballenas funciona como una inyección de nitrógeno, un elemento que liberan en formas químicas (como la urea y el amonio) que el fitoplancton puede absorber de inmediato. Por otro lado, sus heces son ricas en fósforo y metales traza, como el hierro, el zinc y el manganeso. Es decir, cada vez que una ballena “va al baño”, está dispensando un cóctel de fertilizante perfectamente equilibrado.
Los datos son claro y el equipo de investigación estima que, solo en el mar de Barents, las ballenas reciclan diariamente unas 153 toneladas de nitrógeno y 59 toneladas de fósforo. Aunque el impacto anual promedio puede parecer modesto (menos del 2%), la cifra se dispara en momentos críticos.

Durante el verano, y especialmente en zonas de alta mar alejadas de la costa (donde no llegan los sedimentos de los ríos), este aporte extra es oro puro. El estudio señala que en estas condiciones la productividad del fitoplancton aumenta hasta ese 10%. Y esto no se queda ahí.
Más fitoplancton significa más comida para el zooplancton (pequeños animales que flotan en el agua), cuya biomasa también crece en proporción. Es un efecto cascada que beneficia a peces, aves y, en última instancia, al propio clima, ya que el plancton es uno de los mayores sumideros de CO2 del planeta.
Un dato curioso que arroja la investigación es la importancia de las especies más pequeñas. Aunque una ballena azul libera individualmente más nutrientes, la abundancia de la ballena minke (con una población de más de 150.000 ejemplares en la región estudiada) hace que su contribución total sea, en muchas áreas, superior.
Los autores terminan diciendo en el estudio que integrar estos datos en los modelos climáticos y ecológicos es urgente. La recuperación de las poblaciones de ballenas no es solo una victoria romántica para la conservación; es una estrategia funcional para mantener un océano productivo y resiliente.













