Nunca he sabido interpretar cabalmente cuál era el propósito de Miguel Delibes al describir sus añejas costumbres y su enterrado lenguaje de infancia castellana.
Admito que todavía menos desde que leí su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua, ese que tanto se alaba porque, dicen, tiene la virtud milagrosa de cicatrizar la herida entre un pasado cavernícola y un presente ultra-técnico.
Siempre tuve la impresión de que a Delibes le traicionaba una decantación hacia el mañana, y que lo muerto bien muerto estaba, más y mejor cuanto más se lo celebrase.
Esto arroja una imagen desaforada del escritor pucelano, al que se tiene por santo patrón de la conservación de la cosa rural, sea esto lo que sea, y que sin duda no guarda similitud alguna con lo que fue.
La analogía apropiada es con Miguel de Cervantes, a quien sólo unos pocos, Nietzsche, Steiner, el Marqués de Tamarón, han visto como a una persona crudelísima, capaz de someter a Don Quijote a las mil y una perrerías andantes con tal de llevarlo al lecho de muerte para arrepentirse de todas ellas, y a decir con el último suspiro que la vida caballeresca era locura, aprensión, desvarío, con lo tranquilo que hubiera estado él en… comoquiera que se llame aquél lugar de la Mancha, paradigma del sitio aburguesado, sin andanzas ni peligros, como cualquier pueblecito de hoy.
En apoyo de esta sin duda errada y errabunda idea viene su libro USA y yo, en el que encontré más de catecismo que de ensayo. Contiene lamento por lo que fue y por cómo fue, como todo lo suyo, mas creo ver página tras página una nostalgia todavía mayor por el progreso. Pero, como digo, no me escuchen: son pensamientos ociosos, de caverna.
Tan ociosos como preguntarse qué escribiría Delibes en su columna de El Norte de Castilla a la vista de la fauna que recorre los viejos trigales castellanos con desenvoltura de propietario, ánimo deportivo y, quizá, muy poco garbo.
Así como el naturalista es de hechura contraria al técnico ambiental, o a lo sumo complementaria si uno peca de optimista, la figura del turista rural que hoy en día difunden las huestes ecologistas es opuesta a la que nos trae la terca realidad.
Y discúlpenme por traer a colación semejante palabra, realidad, con el cono de sombra que vierte allá donde se presenta, sobre el que pienso saltar olímpica y figurativamente, pues el cuerpo no acompaña. Con permiso de Kant o sin él.
Laintelligentsiadizque redentora de bichos y verduras proclama que el turista rural es hijo natural delcapitalismo, caperuza que para ellos acoge a la hez del género humano, de cuya anulación depende la supervivencia del planeta tanto como la del Partido, no necesariamente en ese orden.
El basamento para la acción es, como aconseja la vieja propaganda soviética, la movilización de la sensiblería de las masas que conduzca la ulterior toma de poder, cosa espeluznantemente sencilla de lograr hoy en día habida cuenta los medios de difusión instantánea y planetaria y el adocenamiento estatalista que embarga a toda persona decente.
Lo avisó Nietzsche, y nada ha cambiado desde entonces.
Teme uno que la intelligentsia yerre una vez más.
El turista que hoy recibe injustamente las invectivas ecologistas es producto de las llamadas hechas durante los últimos decenios por el propio movimiento ecologista, recibidas por ese burgués universal que puebla las socialdemocracias semiplanetarias, figura cuyo cono de sombra incluye al ecologista sobrevenido, al ecowarrior californiano venido de intercambio, a presidentes a la caza de votos a cualquier precio, al repicalemas de Internet o a la malcarada niña visionaria, de cuyos poderes fatimescos me permito dudar.
Llamadas a abandonar el sofá, a salir de la ciudad, al cuidado de la salud, a la preservación de la menguante biota a cuenta de imaginarios derechos, a comer en el pueblo tras pasear por la vega, a salir en bicicleta hasta en el centro de Madrid: basta de ver leones en la 2 habiendo urracas en la sierra.
Esta orden precisa, exacta, fue convenientemente encauzada por el aparato legislador del Estado de Partidos, siempre tan atento y paternalista, así como mediante la acción directa y por lo general subvencionada de los grupos ecologistas hasta calar exactamente tanto como pretendían: por doquier.
Los mismos que antes detestaban el campo hoy presumen de pasar horas en él, convenientementepertrechados contra él. De la fauna más o menos teratológica emanada de esta movilización de fuerzas nos interesan dos especies: el ciclista y el senderista.
En el ciclista coinciden la cinesis y la estasis para producir una nulidad perfecta.
Requerida por su feroz ansia de traslación, la voluntad del centauro de carne y fibra de carbono reduce el mundo circundante a una mancha a ambos lados de la vía; a lo sumo, a una pequeña distracción de orden visual –como la marina o el cuadro de masías en la casa del burgués- que alivia los escasos momentos entre repechos y demarrajes, y sólo deja una idea de destino, de meta, de propósito, de absorbente finalidad.
A lo que se añade la frenética repetición de un mismo gesto -pedalear-, signo inequívoco de permanencia, de sometimiento a la ley más escasa y a la vez la más gravosa. Los griegos llamabanmaníaa ese conglomerado de impulso y detenimiento obsesivos, claro que entonces la manía la enviaban los dioses para instalarla en la morada de Psique, a un palmo escaso de la casa de Eros.
El senderista participa de la naturaleza maniática del ciclista. Y es gran paradoja, porque la lentitud, que es la condición general de la contemplación, se encuentra en esta peculiar especie de caminante sometida no a su propio, moroso caer, sino a la misma ley obsesiva de la consecución de objetivos.
Incluso el paisaje cumple para para él idéntica función paliativa: no son dioses griegos, ni duendes de roble, ni hadas de foresta quienes dictan al senderista las leyes del camino, sino la Organización, esa emanación de la machina machinorum, el Estado, tan abstracta en su naturaleza como concreta en sus mecanismos, que mediante sus monaguillos de ocasión, los especialistas, regula la longitud del paseo, tasa los minutos de parada y ambulación, obliga la mirada hacia hitos del paisaje ilustrados con un inane anecdotario histórico o etnográfico (es decir, dicta el recuerdo) e incluso fuerza la dieta mejor para no cansarse en el paseo.
Sólo que toda transacción está sometida a las leyes de la entropía, y por ello su resultado es el desgaste, no esa burguesa prolongación de la vida que persigue quien camina bajo lemas cardiotónicos.
Para ocultar este engaño sustancial, la machina se oculta en la urdimbre de la Organización. Allí, en palabras de Jünger, el hombre de hoy cumple su jornada de trabajo en los días deotiumcon tanta aplicación como en los denegotium. No hay sitio para un corazón aventurero.
Hay un camino bordeado de chopos en Castilla en cuyo borde oriental, sentado en una silla moldeada a mis huesos quebrados, he pasado un año observando a ciclistas, senderistas y a un buen número de aves rapaces.
En 2.663 ocasiones, para ser precisos. No; no fui presa de manía, al menos que yo sepa, mal que me pese no haber sido tomado por alguna diosa griega en paños más o menos menores durante mis soledades al borde del camino.
Lo hice por satisfacer el viejo impulso de observación que me tiene desde niño, que en parte se condujo hacia la ecología. A la ecología del paisaje y de las aves rapaces. Nada más llegar aquí, algún númen del sitio debió mover algo allá adentro, y casi me atrevo a decir que el cuaderno de notas y los binoculares aparecieron solos en la mesa.
Establecí, viejo hábito de naturalista que el científico llama método, un horario de observaciones (una hora al día de sábado a miércoles cada semana del año), unos límites imaginarios al volumen de aire a observar (lo que el mismo científico pizpireto llama bandas de observación, cien metros a cada lado del camino), rasqué mi cartera para comprar clarete de Cigales que me hiciera compañía y el resto vino solo, pues en esto de distinguir quién es quién entre la fauna rapaz del cielo, no lo niego, aún me queda cierto arte.
Lo novedoso para mí fue registrar el paso de ciclistas y senderistas, tarea que resultó de lo más sencilla a causa de la elevación natural del promontorio donde me sentaba y de lo fácil que lo puso esa especie: vestían con colores reflectantes, como las señales de peligro de radiación nuclear (toda una declaración de intenciones), y tanto en bici como a pie hablaban a voz en grito.
Incluso puedo decir, porque se oían claras de tan altas que eran las voces, que la mayoría de las conversaciones que hube de padecer por el bien de mi estudio y que rompían la magia brumosa del lugar versaban sobre la hipocondría de la dieta, sobre los derechos (caprichos) que supuestamente les asisten por encima del hombre sedentario, y sobre el resto del pequeño catálogo de naderías políticas progresistas.
Del paisaje, de los chopos, de las águilas del cielo, de los rastros de zorro o de tejón, nada. Ni una palabra en todo el año.
Lo que al cabo del año vi se puede decir en una frase: el paso de ciclistas y senderistas espanta a las aves rapaces que navegan, cazan y crían en este sitio de Castilla. Se ve bien, quien así quiera verlo, en las tablas y gráficos que acompañan.
El sábado es mal día; el domingo, peor; y conforme vamos al miércoles, con el campo algo más libre de chillidos y malas radiaciones, es mucho más fácil que nos tropecemos, es un decir, con milanos negros o reales, águilas calzadas, aguiluchos pálidos o cenizos, ratoneros, cernícalos comunes o primilla, y algunos ejemplares despistados o residentes de halcones abejeros, azores, halcones peregrinos, búhos reales, águilas pescadoras, águilas culebreras y águilas reales e imperial, que son en breve los bichos que yo vi.
Qué sucinta puede, si quiere, ser la ecología. Luce mejor así, sin los herrajes que impone el mandato determinista a la hora de escribir, sin la servidumbre que le unce el marxismo cultural al que está tan amoldada.
Para alejarme todavía un poco más de esa horma tan sosa, rígida y errada pondré final a esta nota con esto que sigue: ya no es un ave rapaz al servicio de los dioses quien deglute las entrañas del titán que, vanidoso y vengativo, trajo al hombre el conocimiento que auspicia su propia destrucción (los de carácter roussoniano lo llaman Ilustración).
Hoy es Prometeo quien devora los higadillos del buitre. Los de carácter secular lo llaman desmitificación. En este pago de Castilla, la mordedura es mayor cuanto mayor es la fanfarria de progreso con la que se anuncian los cambios.
El campo se vacía porque pocos quieren pagar los costes de trabajarlo con sus manos, sino asentar en él sus derechos, sus caprichos, sus taras, y no revive bajo el peso gris de ninguna máscara ideológica.
La Revolución “cultural”, que amenaza de nuevo al campo con la enajenación del ser en la comunidad regulada por el Partido, con adherirle sus condiciones policiales so pretexto de liquidar su relativo vacío (alineamiento ontológico que lo separa de la urbs), sólo habla de sí misma mediante un Kulturpessimismus crepuscular, falto de vigor, a diferencia del desabrigo de Spengler: pura tautología, el lenguaje revolucionario se yuxtapone a todo y todo lo somete a su impulso centrípeto, también el bosque, el trigal, el sendero. Leviatán conquista terreno mediante la civilización, y la metáfora se retira a las cavernas.
Cuando las filas de ruidosos paseantes se adentran en el campo, la voz del nihilismo que sella la democracia de masas sustituye al canto de los pájaros. El pronóstico de Trakl:
Al atardecer se colman los bosques otoñales
del eco de armas mortales, las planicies doradas
y los lagos azules; sobre ellos rueda el sol
tenebrosamente; la noche envuelve
agonizantes guerreros, el lamento salvaje
de sus bocas destrozadas.
Se cumple cabalmente con una apariencia de absoluta inanidad, de completa indiferencia, porque:
La Naturaleza es un templo donde pilares vivos
dejan salir a veces confusas palabras.
El hombre pasa a través de bosques de símbolos
que le observan con miradas familiares.
Los dioses, también los dioses pánicos, siguen observándonos con mirada familiar, pero ya no desde el corazón del bosque, donde es posible la embriaguez de la que nace la metáfora, sino agazapados en los pliegues y grietas de un mundo regido por titanes a punto de ser devorados por su hambrienta feligresía.
Pero en medio del tráfico secular, el pequeñoburgués universal, como el cazador de mamuts, siente, padece el viejo aguijonazo que le mueve en busca de hontanares de sustancia.
El “esenciarse del ser” (Seinswesen), la tarea propia del hombre verificada de manera incesante desde que en el periodo Neolítico se entregase definitivamente a pintar figuras geométricas junto a gacelas y bisontes (desde que se supo irremediablemente distinto del resto de los animales), no la satisfacen los manantiales de la técnica efectiva, ni es posible que el calibre grueso de la política penetre en tales regiones.
Estamos donde siempre hemos estado: en los vastos cazaderos del mito, pero sometidos a la tensión resultante de que en el mundo titánico Dios no sirve a la Naturaleza como pretendía Goethe, sino a los materiales, como apunta Jünger. Dios está en la máquina, en la Organización. Con Gregorio de Nisa:
… es una cosa digna de consideración el hecho de que, siendo este mundo nuestro de tales proporciones y concurriendo todas sus partes para constituir un conjunto ordenado, toda la creación no necesitó, por así decirlo, de un poder especial de Dios, sino que al punto surgió respondiendo a su designio.
Quizá sea así porque a Dios le gustan las paradojas, cuyo sentido último es la revelación de una analogía, de una esencia común. Pero la vida en el centro mismo del designio también es posible; una vida no instrumental, regida por la saturación de significado, y por ello necesitada de una liturgia protectora.
Sólo una cantidad alícuota de hombres y mujeres viven retirados de las paradojas del siglo (expresas bajo la forma cruel de la parodia, como corresponde a todo fin de época), de los maquinales imperativos del diseño, en los monasterios, también en Castilla. De ellos depende que lo divino se concentre mientras Europa completa su enésimo despiece.
También la preservación del tiempo astronómico está en sus manos, de un tiempo tasado por las bestias zodiacales, por los rebaños del cielo, no por Leviatán.
Las filas de turistas que inundan los claustros admirando fieras, horas canónicas y trabajos acordes tallados en capiteles producen una erosión infinitesimal en la sustancia del mito, pero es laratiojusta para causar su repliegue en la fijeza de la piedra.
La visualidad, la mera visualidad que gobierna el turismo y que reduce la tan ansiada sustancia a pura sed, desluce el mundo pero no logra exanguinarlo de mitos,incommunicabilis existentia. Senderistas y ciclistas lo aprenden al final de sus tránsitos tasados, y la sed no deja de aumentar. De ahí los adjetivos: rural, cultural.
Cultural, rural, historicizado; son palabras que conducen a la idea de remanente, de emanación, de surgencia, si bien el hombre secular sólo contempla la posibilidad de radiaciones mediatas por la modalidad de la técnica que notrae–la-cosa-ante-los-ojos, sino que muestra elpara-algode las cosas, desprovistas de divinidad, desmitificadas, reducidas a la inanidad del dato por la autoridad del especialista.
Physisya no tiene, como en Grecia, el matiz de algo que brota de sí mismo de manera inesperada, sino que reposa en lo calculable, siguiendo el precepto de Marx Weber:
Todas las cosas, en principio, pueden ser dominadas mediante el cálculo. Y eso significa: el desencanto del mundo.
La hierofanía no cabe en la naturaleza pensada en su finitud, y por lo tanto en su utilidad: es el lugar de los recursos naturales,de entre los queHomo secularis, hueco, vaciado, ansía los que puedan aliviar su vacío, su oquedad: la naturaleza, utilitaria por gracia de la técnica factual, servil, se vuelve terapéutica, y no porque albergue químicos susceptibles contra los males del cuerpo, sino porque en ella percibe, sin atreverse a nombrarlo, la potencia indiferenciada del Orígen guarecida entre las raíces de los árboles, en canchales y pedreras, ventisqueros, quebradas o cantiles, obediente a los arbitrarios, inalcanzables mandatos del genio del lugar.
Turista es el hombre que paga por no ser recipiendario de la vieja póiesis cuando camina por los antiguos manantiales, el que alivia su bolsa para que el genio del lugar no lo alcance, lo que convierte en turistas (literalmente:giradores, los que vuelven eternamente al mismo sitio) a casi todo Occidente, cuanto menos, y sumando.
La naturaleza del viaje se ha convertido en un asunto técnico, en un ocasionar (make it happen, reza el nuevo lema dinámico, progresista) fiado a la preparación, a los designios de la Organización, pero vestido con la apariencia de una voluntad autónoma plenipotenciaria ejercida por cada viajero: son los harapos con los que la machina machinorum cubre la formidable desnudez deHomo secularis.
Al amparo de esa techné que conmina a la Naturaleza a ofrecer sus reservas de energía factual hasta extenuar toda posibilidad de otras surgencias, la maniática traslación de ciclistas y senderistas encuentra justificación, sobrepujando sus efectos sobre la biota, enemistada con lo inconmensurable, en la comodidad de un regreso seguro, en el desembarazo que proporciona una técnica cuya tarea no es traer adelante el misterio sin violentar la utilidad del mundo sino liberarlo de su carga daimónica, exponer a la luz incendiaria del Sol el esqueleto armónico y neutro de la materia, la cristalina infinitud de los grandes números, pese a todo tan frágiles como el uno por su dependencia estadística.
Estamos en el reino de la hipocondría, vestida con los inciertos ropajes del culto a la salud. Un sentimiento acre nos invade en nuestro modesto observatorio, y se hace necesaria otra copa de vino, medio dionisíaco contra la fila de hipocondríacos titanes que recorre el camino junto al soto. Pero: “en principio”, dice Weber, dejándose a sí mismo un punto de fuga.
Cultural, rural, historicizado; son palabras que conducen a la idea de tradición, pero en Europa la tradición han sido sustituida por la reflexión sobre la costumbre con el abierto propósito de maldecirla por irracional e improductiva (Descartes, Galileo, Spinoza, Leibniz, Benjamin, Marx, Malthus, Schelling, etc.).
En el mejor de los casos se buscan simulacros sobre los que fundar rupturas e inicios más o menos heideggerianos o benjaministas: los nacionalismos. Se trata inevitablemente de una impostura, porque el sustrato cristiano-católico y pagano de la tradición en Europa constituye un manantial cegado por el muro de carga de la Razón, que a duras penas sostiene hoy el gigantesco cadáver administrativo de Europa.
Pues la Administración, brazo ejecutor de la Razón, ha sustituido a la tradición y se ha erigido en un fin en sí misma, cual es axioma fundacional de la Razón.
“No aceptar nada que no sea el testimonio de su propia razón y experiencia” es para Diderot la formulación de la autonomía del hombre. Pecado de orgullo, dirían en la Grecia presocrática, cuando el hombre todavía podía enfrentarse a los dioses en lugar de huir de ellos mediante subterfugios intelectuales.
Con tal presupuesto en cartera, Walter Benjamin ya podía comenzar a “pasarle a la Historia el cepillo a contrapelo”, a señalar todo pasado y toda tradición como mera barbarie que el comunismo vendría a superar, quizá considerando un mal menor en el gran esquema de la razón marxista por venir la pura barbarie de las purgas, la brutalidad de los campos de trabajo, la conversión de la sociedad en avispero de espías, la mortaja burocrática, la quiebra total de la economía planificada, el aroma a progreso que despedían las pilas de cadáveres en las cunetas de Albania o en los arrozales chinos, donde Mao declaró la guerra del pueblo contra los pájaros como hoy las fuerzas de la luz, el progreso y la razón en Castilla.
Desmitificar el mundo es tarea imposible. No pudo desinfectarlo Heráclito, vencido por el mero fluir del agua; ni tampoco el Renacimiento, con su Anthropos pictórico, quizá gracias a la salvífica carga de medievalismo que lo nutrió desde el subsuelo y de la que no terminó de librarse; nada logró la Revolución francesa, elevando al rango de fantasma a la diosa Razón; ni siquiera estuvo en la agenda de los altos mandos del Führer o de la ejecutiva del Politburó, reunidos bajo flameantes pendones con cruces gamadas o bajo una gigantesca hoz y un imponente martillo de granito ucraniano.
La apelación del hombre al símbolo (el agua, la esvástica, el martillo, la serpiente, el rayo…) es constitucional, y symbolon (σύμβολον), en su origen, es la rotura en la jarra de barro, la fisura en el plato de arcilla o en la pared del templo, la grieta abierta entre dos partes contiguas por la que el mito entra en el mundo.
Herida que no revela la técnica, sino la analogía, pues la técnica factual resuelve toda emergencia bajo la forma aséptica, civil, de una emoción plástica más o menos intensa resultante de la correcta ejecución de un proceso mediado por el intelecto (no por la liturgia), quedando eternamente detenida al borde mismo de la hierofanía, presa del legunaje sagrado del que dice querer desprenderse.
El circunspecto repliegue del mito a regiones de sombra deja el campo expedito para el hombre titánico, para el matador de titanes. Así también en Castilla, donde, guiada por la movilización ecologista y bajo estrictas condiciones ideológicas socialistas o comunistas, al igual que ocurre bajo la férulaliberalia, la técnica invade el campo y lo dota de pleno carácter instrumental.
El zorro y la lechuza son útiles por cuanto que se alimentan de topillos; el paisaje es terapéutico; el daimón de la encinada no supera la cruda agencia intelectual del monitor; Diana Cazadora debe cubrir sus pechos y rendir el arco; la muerte ya no habita la última gavilla de la cosecha, ni el crimen rural se distingue del urbano. Homo secularisno soporta ni la hostilidad, ni el misterio, ni la liturgia que abren la herida, el contacto con las potencias agrestes: el campo lo quiere convertido en urbs.
Eso lo saben las naturalezas monacales, de carácter reaccionario, demasiado suspicaces cuando leen a Delibes, quien quizá olvidó la máxima de Jünger:
El buen escritor, como la verdadera riqueza, se reconoce no por los tesoros que posee [así en ideas], sino por su capacidad para hacer que se vuelvan preciosas las cosas que toca.
Y si me piden una conclusión al modo científico, estoy tentado de decir que no, pues creo que el tiempo de las postrimerías pasó para mí. Pero lo haré por aquella época tan feliz de joven investigador.
Mi conclusión es esta: lo único que está en mi mano para preservar el sitio de los excesos de estos tiempos democráticos, y en la suya si algún día pasa usted por aquí, es guardar el secreto de su nombre.
Autor: Jose Antonio Martínez Climent