Orcas y delfines comparten una paradoja evolutiva que, a primera vista, parece imposible. Son mamíferos (respiran aire, amamantan a sus crías y descienden de antepasados terrestres) pero su biología está tan alineada con el mar que la vuelta a tierra firme deja de ser una opción realista en términos evolutivos. Esa es la conclusión principal de un trabajo publicado en Proceedings of the Royal Society B, que ha reconstruido transiciones entre estilos de vida terrestres, semiacuáticos y plenamente acuáticos a partir de un gran análisis comparado de 5.635 especies de mamíferos actuales y recientemente extinguidos.
El estudio no afirma que una orca o un delfín no puedan asomar el cuerpo fuera del agua (lo hacen a diario) ni que no puedan varar (por desgracia ocurre). Lo que sostiene es otra cosa, más profunda. Cuando una rama evolutiva supera cierto nivel de especialización acuática, las “marchas atrás” dejan de observarse en el registro comparado que manejan los autores. Dicho de otro modo, la evolución puede empujar hacia el agua muchas veces, pero parece cerrar la puerta del regreso cuando la dependencia del medio marino se vuelve total.
El “punto de no retorno” explicado sin metáforas
Para ordenar ese gradiente, los investigadores clasifican a las especies en cuatro categorías según el grado de adaptación al agua. Van desde A0(sin adaptaciones acuáticas) hasta A3 (linajes plenamente acuáticos que “nunca” abandonan el agua, donde sitúan a ballenas y sirenios). En medio quedan las especies con adaptaciones menores que siguen moviéndose con soltura en tierra (A1) y las de locomoción terrestre limitada (A2, donde encajan los pinnípedos y la nutria marina).
El hallazgo clave está en los “cambios de estado” entre esas categorías. Según los modelos empleados, las transiciones más leves (por ejemplo hacia formas semiacuáticas que aún caminan bien) sí pueden revertirse, mientras que las transiciones en los linajes que dependen fuertemente del medio acuático encajan con la idea de irreversibilidad atribuida a la ley de Dollo (las transformaciones complejas no se deshacen por completo).
En ese marco, orcas y delfines importan por una razón taxonómica directa. Son cetáceos, y los cetáceos se sitúan en el extremo del continuo como mamíferos plenamente acuáticos. La lectura práctica es que, si el patrón macroevolutivo es correcto, no hay un “camino de vuelta” hacia una anatomía viable en tierra una vez alcanzado ese umbral.
El precio de ser perfecto para el océano
El artículo enlaza esa irreversibilidad con presiones físicas y fisiológicas del medio. Entre ellas, la termorregulación en agua (que “favorece” cuerpos grandes por su relación superficie volumen) y una tendencia hacia dietas más carnívoras y energéticas en los linajes que se desplazan al agua. El trabajo interpreta estos cambios como una respuesta a la alta conductividad térmica del agua y al coste metabólico del modo de vida acuático.
Traducido al lector no especializado, el mensaje es sobrio. La especialización funciona (ha hecho de los cetáceos depredadores y navegantes eficaces) pero también estrecha el margen ante perturbaciones rápidas del hábitat. Si la vida de un linaje está “bloqueada” en el océano, cualquier deterioro del océano pesa más.
Vulnerabilidad en el presente (cuando la biología se cruza con la gestión)
Esa parte ya no es teoría evolutiva, sino gestión ambiental. Organismos públicos que monitorean poblaciones de orcas describen amenazas que encajan con esa dependencia del medio marino, entre ellas limitación de alimento, contaminantes químicos y perturbación por tráfico de embarcaciones y ruido.
En el ámbito ibérico, fichas divulgativas de la UICN sobre la orca en el Estrecho señalan presiones recurrentes como reducción de presas, interacciones con pesquerías y embarcaciones, infraestructuras marinas y contaminación.














