La mosca negra afecta a las Tierras del Ebro y a la confluencia del Segre con el Cinca. No se trata de un insecto forastero como el asiático mosquito tigre, sino de un par de especies autóctonas de los Pirineos, cuyas larvas pueblan abundantemente los cristalinos riachuelos de montaña. Allí se ven devoradas por predadores varios o acaban convirtiéndose en moscas adultas que incordian al ganado. No pican: muerden y se alimentan de la sangre que mana de la pequeña herida. Eso las hembras, porque los machos prefieren el néctar de las flores, loable decisión.
La presencia de la mosca negra en los tramos finales del Segre y del Ebro es un inesperado resultado de las instalaciones depuradoras de aguas residuales. El agua limpia, libre de fósforo y de carga sólida, permite la proliferación de determinadas plantas acuáticas en las que la mosca pone los huevos y se desarrollan las larvas, las cuales, además, no padecen en la llanada los predadores de la montaña. Mal asunto.
Las interferencias en los procesos naturales conllevan una reconfiguración de la matriz ambiental. Ello no es ningún drama ecológico, pero sí un serio problema socioambiental. Si los humanos queremos llevar las riendas de la naturaleza, debemos asumir este tipo de cosas. Hay que hallar una solución para las personas del litoral catalán que padecen el mosquito tigre y para las que sufren la mosca negra, desde luego. Pero también debemos entender por qué ocurre todo ello y reflexionar. El comercio global al por mayor y la apropiación antrópica de los ríos no son actividades ambientalmente neutras.
*Artículo publicado en El Periódico de Catalunya