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martes, marzo 28, 2023

Luz al final del túnel

En 1862 The Times daba por muerto antes de nacer un nuevo sistema de transporte urbano: «un tren subterráneo bajo Londres sugiere túneles oscuros y fétidos, ir enterrados en profundidades más allá del alcance de la luz de la vida, por pasajes habitados por ratas, empapados de grasa de alcantarillado y envenenados por las fugas de la red de gas. Parece un insulto al sentido común suponer que las personas que podrían viajar por la ciudad al aire libre preferirán ser conducidos en medio de la oscuridad «. Pero el domingo 10 de enero de 1863 Londres estrenaba el metro y 30.000 personas subieron. Un año después el underground había registrado 11,8 millones de viajes, cuatro veces la población de la ciudad en ese momento.

The Times acertó parcialmente al referirse al problema de la mala calidad del aire subterráneo, aunque no provenía de la red de gas, sino de incidentes relacionados con la combustión de las máquinas de los trenes. La ventilación de los túneles y estaciones era deficiente y el aire siempre estaba enrarecido, con episodios de emisiones realmente peligrosos para los usuarios y trabajadores. Este problema se solucionó con la electrificación en la primera década del siglo XX pero, mientras duró, no fue un obstáculo para la expansión imparable de vías y estaciones.

Gracias a la existencia de una red muy extensa, en los años 40 el underground se convirtió en un instrumento crucial de salvaguardia de la vida durante los bombardeos alemanes, aunque se produjeron algunas catástrofes puntuales para la penetración de bombas en las estaciones. Más de 30.000 londinenses murieron durante el blitz. Nadie se atreve a especular cuáles hubieran sido las cifras sin la infraestructura del tren subterráneo que tanta desconfianza había provocado en la prensa en el siglo XIX.

El metro nació como una reacción a los atascos permanentes de tráfico que había en las calles de la capital, es decir, como una solución puramente urbana. Pero a principios del siglo XX, algunas líneas ampliaron hacia zonas rurales bastante alejadas del centro. De hecho, los mismos operadores del servicio ferroviario compraban tierras para edificar y hacer negocio inmobiliario con el metro. Se trataba de vender vida en el campo y trabajo en la ciudad. Un estímulo que explica en buena parte la existencia del Gran Londres y que, décadas después, todavía pasa factura a través de los costes derivados de una movilidad desbordante. Tan convencidos estaban los promotores de sus propuestas que disecaban y exhibían en los andenes de las estaciones los animales salvajes muertos por culpa de las obras, como auténticos trofeos del progreso.

Con sus luces y sombras el metro es hoy un medio de transporte utilizado a unas 200 ciudades del mundo. No en todas partes alcanza los mismos objetivos. Y a veces genera paradojas como que el aumento del número de líneas no va acompañado de una mejora de las condiciones del tráfico de la ciudad. Este sería el caso de Madrid donde la red del metro ha doblado el número de kilómetros en 15 años, pero los atascos son crecientes. La situación de la capital española no es obviamente culpa del ferrocarril metropolitano, que mantiene intactas sus virtudes, sino de un equivocado estímulo del tráfico privado que se ha hecho en paralelo. En Londres se ha optado por lo contrario: seguir apostando por el metro y, simultáneamente, limitar la circulación de vehículos en el corazón de la ciudad.

La estrategia reciente de la capital británica en este ámbito ha pasado del underground al overground. En tan sólo 10 años, Londres ha dotado de una impresionante red de metro aéreo con 86 kilómetros (35 km más que la inacabada línea 9 de Barcelona) y 83 estaciones. El overground cerró el pasado mes de diciembre un círculo sobre la ciudad que permite conectar con otras muchas líneas y aumentar así su eficacia. Para conseguirlo no han hecho falta inversiones mastodónticas. El overground discurre en gran parte por viaductos ferroviarios de la era victoriana que habían sido abandonados durante mucho tiempo y que ahora han sido habilitados y conectados por nuevos trazados donde habían quedado interrumpidos.

No es de extrañar que, en un mundo donde el transporte de sangre era hegemónico, la idea de construir un tren bajo tierra pudiera parecer temeraria. Ciertamente dice mucho del espíritu de un momento histórico en que los avances tecnológicos parecían inagotables y las ideas más disruptivas tenían un componente de aventura. Un siglo y medio después, ser rompedor pasa por aprovechar mejor los recursos disponibles. Las ciudades del futuro no se parecerán ni a la Metropolis de Lang, ni a Epcot. Y si quieren ver la luz de una nueva época tendrán que hacer la síntesis de dos conceptos que la modernidad quiso convertir en antagónicos: conservación e innovación.

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