Interesante reflexión la que podemos leer en este post del blog de Gesternova. Puedes leerlo aquí y dar tu opinión.
Las subvenciones y otras ayudas públicas encubiertas a las fuentes de energía fósil, es decir, abonadas con el dinero de los contribuyentes sin que los afectados tengamos conocimiento de ello, son fascinantes: nunca dejan de sorprender, tanto por su vastedad, como por su variedad: mil caras tienen, mil facetas, y se apostan en mil recodos oscuros, cual francotiradores, para descerrajar contra ese bien común que es la protección del medio ambiente.
El último caso que ha salido a la luz es el de los créditos preferenciales y otros fondos garantizados por los estados para fomentar la exportación de tecnologías del carbón, el gas y el petróleo. La agencia Reuters ha tenido acceso a ellos, plasmados en los documentos manejados durante una reunión de la Organización para la Cooperación y del Desarrollo Económico (OCDE) celebrada el pasado 4 de marzo.
Según esos dosieres, los países ricos han destinado entre 2003 y 2013 nada menos que 90.000 millones de dólares a apoyar las exportaciones de sus respectivas industrias extractivas. En contraste, las ayudas para la venta en el extranjero de tecnologías renovables se quedaron en 16.700 millones durante el mismo período.
Durante la citada reunión, celebrada en el marco de las negociaciones para conseguir un acuerdo global sobre el clima en la Cumbre de París que se celebrará a final de año, se puso de manifiesto la flagrante contradicción: queremos que el planeta no se caliente, pero no dejamos de atizar el fuego.
Además, resulta que el campeón mundial de las renovables y el líder indiscutible en la transición hacia un modelo energético no tóxico, Alemania, también acaudilla a los estados pudientes a la hora de favorecer la exportación de máquinas para extraer carbón, que no sólo es la más contaminante de las fuentes de energía fósil, sino que también es la principal responsable del calentamiento global. Para más inri, Alemania, al objeto de alcanzar sus propios objetivos energéticos y climáticos, se está planteando limitar la explotación del sucio mineral en su territorio.
¿Ayudar a los pobres a no contaminar?
Los países ricos no quieren hablar del asunto; Reuters recoge que un portavoz de la OCDE declinó referirse a él aduciendo que los documentos son confidenciales. Se ve que es una patata caliente, que revela las contradicciones de los estados socios, porque tras la Cumbre Climática de Lima del pasado mes de diciembre se comenzó a llenar el llamado Fondo Verde para el Clima, que debería recaudar unos 100.000 millones de dólares anuales a partir de 2020 para ayudar a los países pobres en la lucha contra el calentamiento global.
El Fondo se creó hace un par de años, pero hasta la Cumbre de Lima no empezó a recibir capitales, llegando a sumar 10.200 millones de dólares de 24 donantes. El primero fue EE UU, con 3.000 millones, seguido por Japón, con 1.500; España mostró su generosidad aportando 150 millones. La inmensa mayoría de este dinero debe invertirse en energías limpias y en medidas para reducir las emisiones de anhídrido carbónico procedente de la explotación de los combustibles fósiles, la agricultura y otras actividades.
Es decir, algunos países ya han comenzado a rascarse el bolsillo para luchar contra el calentamiento global, y, presumiblemente, hay un conflicto interno en la OCDE porque les debe de escocer que esa inversión sea baldía si se mantienen las políticas que de fomento del calentamiento. De ahí el silencio de la organización.
Los que sí han dicho algo son los beneficiarios de las ayudas, las asociaciones que representan a las industrias extractivas. Según ellas, sin su flamante tecnología, los países pobres emplearían otras menos eficientes y más contaminantes. Los grupos ecologistas han rechazado de plano este argumento, aunque quizá haya algo de razón en él.
Ahora bien, la industria extractiva no hace referencia a lo que realmente le importa: en el mundo de las energías tóxicas las reservas que tenga cada empresa son fundamentales. El caso más claro se da en el mundo del petróleo: una petrolera es como una nevera: su valor –su cotización bursátil– depende de lo llena que esté, es decir, de su volumen de reservas, dando por sentado que se explotarán todas. ¿Se imaginan lo que ocurriría en los mercados mundiales si se prohibiese repentinamente la explotación de las energías fósiles a partir del punto límite que han establecido los científicos?
Dejar los combustibles fósiles bajo tierra
Sin embargo, es inevitable que la inmensa mayoría de los combustibles sucios se queden bajo tierra. El pasado mes de enero se publicó un estudio en la revista Nature que cuantifica la cantidad que no debe tocarse para que el planeta no se caliente más de dos grados centígrados: el 80% del carbón, el 40% del gas y el 33% del petróleo. Uno de los autores del estudio denunciaba que, remando en dirección opuesta, las industrias extractivas destinaron el año pasado 670 millones en buscar nuevas reservas.
Sin duda alguna, hay que abandonar los combustibles fósiles de un modo gradual, pero mucho más deprisa de lo que se está haciendo. Y lo que no es de recibo es que los contribuyentes, a través de las ayudas estatales, subvencionemos con una mano el calentamiento global y hagamos lo contario con la otra.
Por lo tanto, hay que aplaudir que las bellas prédicas de los dignatarios comiencen a convertirse en trigo y que el Fondo Verde para el Clima empiece a llenarse. También hay que exigir a los próceres que den muchas más arrobas de grano, y, a la vez, rechazar de plano que sigan criando cuervos y ratas, como ocurre ahora.
Tomás Díaz, periodista especializado en energías renovables.
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