Los vencejos no tardarán en llegar. Hace semanas que llegaron las primeras golondrinas, pero la ciudad apenas se da por enterada. Tampoco notará a los vencejos cuando lleguen, como no supo que los visitantes invernales se marcharon hace tiempo. Durante generaciones, la llegada de las golondrinas, o la floración de los frutales han pregonado a los cuatro vientos la inminencia de la primavera. Pero el habitante de la ciudad ya no atiende a estas cosas. No las espera y probablemente no se alarmaría si, de pronto, dejaran de ocurrir1 . Hablamos de cambios que fueron muy relevantes para las culturas que nos precedieron; lo fueron para su supervivencia y, de hecho, aún hoy, en los más diversos pueblos, bajo la apariencia de festejos populares intrascendentes, continúan celebrándose ritos muy antiguos que nos hablan de aquella importancia (mayos y mayas, pascuas floridas, cocas y tarascas, fallas y hogueras de San Juan, etc. ).
Inmerso en el convencimiento de pertenecer a un mundo global, que –paradójicamente- es llamado “aldea global”, se diría que el ciudadano cree vivir en un entorno pródigo en recursos y previsible en sus riesgos (es decir, lo que nunca piensa el aldeano). Si acaso, sólo los medios de comunicación y las modas de los grandes almacenes nos advierten todavía sobre el cambio de las estaciones.
Durante años incluí en el tablón de anuncios de mi institución una nota comentando la llegada de las golondrinas. Era simple curiosidad, por ver a quién interesaba, pero nunca constaté grandes sorpresas Si acaso, algún colega hacía consideraciones sobre el “cambio climático”. En definitiva, consideraciones igualmente ligadas a los medios de comunicación y a las modas, en este caso a las de I+D.
¿Aprendemos de la observación repetida de los hechos?
Cuántas veces en la infancia nos han dicho que “la experiencia es madre de la ciencia”; y cuántas, de mayores, hemos sostenido que aprendemos de la observación repetida de los hechos. Pero ¿de qué hechos hablamos; de qué tipo de experiencia? Pío Font Quer, en su conocida obra El Dioscórides Renovado 2, nos regaló una simpática y reveladora vivencia personal al respecto: hace años se me presentó la ocasión (…) de determinar la capacidad de caer en la cuenta de mis compañeros, nos dice el autor, quien -a renglón seguido- describe con todo detalle las características de los servicios, lavabos y jaboneras de la empresa en que trabajaba; y, continúa: cuando la pastilla de jabón se deja plana en las mencionadas jaboneras, las dos caras de la pastilla, constantemente húmedas, pronto se ablandan tanto, que la pastilla no dura sino tres o cuatro días. En cambio, para que el jabón no se ponga pastoso, basta colocar la pastilla de través, en una posición en la que se airea. Así –señala Font Quer- cuando uno va a lavarse halla el jabón ya enjuto (…) y las pastillas duran más. Concluida la descripción del objetivo, características del material, suceso en estudio, e hipótesis rectora, F. Quer completa su descripción (siempre detallada) con las características y el tamaño de la población que muestrea, el seguimiento experimental, la valoración de resultados, y las conclusiones: en el lavabo indicado –nos dice- veníamos a lavarnos unas diez personas, y yo, durante unos diez años, coloqué la pastilla de jabón como queda indicado. Aunque no se lavase las manos sino una vez cada día cada uno de los diez que hacíamos uso del lavabo, durante los diez años indicados se han presentado 36.500 ocasiones de ver apoyada y aireándose como queda dicho la pastilla de jabón. Sin embargo, no bastaron para que uno solo de los lavabistas advirtiera la conveniencia de colocarla como queda dicho. En definitiva, que no parece estar claro que aprendamos de los hechos repetidos, aunque se manifiesten, tercamente, ante nuestros ojos, día tras día. Forzamos los recursos del planeta con la despreocupación de creerlos perpetuos, aunque sepamos que no es así; volvemos, una y mil veces, a construir y ocupar las tierras mas expuestas a los riesgos aunque no se hayan borrado todavía los recuerdos de la última tragedia; y lanzamos a la biosfera cientos de millones de organismos transgénicos sin reparar en la más mínima prudencia. “No pasa nada”, esa es la respuesta que nos damos. Y, si pasa algo, pues…. no pasa nada: para eso están los sistemas asistenciales del Estado, los seguros, las multas, o las admoniciones. ¿Para qué estar atentos, ser prudentes, o prever los riesgos? ¿No hemos acuñado que la nuestra es la sociedad del riesgo?, pues…, puesto el nombre, resuelto el problema.
ABANDONO DEL CAMPO, ABANDONO DEL MONTE
Año tras año, nuestros campos son asaltados por las llamadas malas hierbas: plantas oportunistas, cuyas pequeñas semillas y efectivos sistemas de propagación les permiten ocupar las zonas abiertas de forma rápida y eficaz. Tan rápida y eficazmente lo hacen que tratar de impedirlo ha venido siendo, durante generaciones, uno de los trabajos ineludibles de todos los labradores del mundo3 . Año tras años, los muros, las tapias y los tejados de nuestros edificios reciben un asalto parecido: propágulos de pequeñas plantas, algas, hongos, líquenes y musgos, que aprovechan el sustrato de nuestros materiales y las oportunidades que les ofrece nuestro descuido, para instalarse en ellos. Y –también- tan rápida y eficazmente lo hacen que tratar de impedirlo viene siendo durante décadas el cometido de los conservadores del patrimonio arquitectónico, y -a la pequeña escala de nuestras viviendas- el cometido diario de quienes las conservamos habitando en ellas. Pero año tras año la vida surge y se renueva en todas las partes. Gérmenes de todo tipo bullen por encima y por debajo de la superficie del suelo; y el propio sustrato cambia. Cambia el monte, como cambian los muros y las casas, como lo hace el terrón que se abandona al laboreo.
Todo cambia, pero no todo es percibido por igual. La cotidiana vivencia urbana nos prepara bien para percibir enseguida las primeras señales del abandono urbano: la rotura de un cristal que no se repone, o las primeras grietas de un muro que creíamos firme, bastan para comprender lo que sucede y sus consecuencias. Pero para el ciudadano ya no es tan fácil percibir las primeras señales de un campo de cultivo en abandono. Seguro que cualquier agricultor y los excursionistas más atentos todavía lo perciben si las llamadas “malas hierbas” tienden a perpetuarse. Hijos de una historia común en la que lo agrícola nos imprimió carácter durante siglos, la pérdida de las tierras de labor y las consecuencias de ello, es algo sobre lo que probablemente urbanitas y rurales podemos valorar, conjuntamente. Pero no ocurre lo mismo con la percepción del abandono de los montes; no, desde luego, desde el autismo de nuestra experiencia urbana. Pero tampoco, desde determinadas convicciones(digamos) “naturalistas”, que lo interpretan como la antesala de un camino feliz hacia la recuperación de los ecosistemas naturales.
Pero nuestros paisajes naturales son paisajes agrarios (agrícolas, forestales y ganaderos). Hemos identificado bien a sus primeros creadores, les hemos puesto nombre: neolíticos, pero confundimos (y nos confundimos) a la hora de vincular el origen de la obra que nos rodea con el origen de los elementos que la componen. Una confusión que nos lleva a creer que, como vivimos en un paisaje “no natural”, bastaría con retirarnos del primer plano para que éste recuperase su ser. ¿Para qué, entonces, gestionar la conservación? Saquemos al hombre del espacio natural que “okupa”. Aprovechemos que ahora lo podemos hacer, pues el despoblamiento rural (espontáneo, o forzado) favorece tales propósitos. Con la retirada de las actividades agrícolas, forestales y ganaderas, la conservación se logrará sola, llegará por su propio pie. Tales medias verdades han venido orientando (aún, en parte, lo hacen) la política de conservación de la naturaleza. Es muy clarividente al respecto la observación de Jaime Izquierdo4 : a partir del momento que empezamos a utilizar la expresión vamos a la naturaleza en lugar de la más justa vamos al campo, les hicimos un flaco favor a los dos –al campo y a la naturaleza- en la medida en que segregamos lo que hasta la industrialización había estado inextricablemente unido.
ADAPTACIONES DEMASIADO ANTIGUAS PARA HABER SIDO GENERADAS POR EL HOMBRE
Con todo, han sido relevantes sectores del movimiento ecologista los primeros en reaccionar y en participar, codo con codo con líderes campesinos, en los movimientos antiglobalización. Y es que, hay hechos y datos que no refuerzan muchas de aquellas medias verdades. Algunos son de sentido común, otros –quizá los menos divulgados- proceden de investigaciones llevadas a cabo en el propio medio natural: procesos y adaptaciones demasiado antiguas para poder ser interpretadas sólo como respuestas a las perturbaciones generadas por el hombre:
¿Por qué algunas de nuestras plantas se ven tan favorecidas por el fuego? También a ellas les pusimos un nombre, pirófilas: las amantes del fuego. Por lo que señalan los arqueólogos5 , el hombre lleva manejando el fuego desde hace unos 500.000 años; y esas son cifras temporales importantes a la hora de explicar la adaptación de las pirófilas al fuego. Pero ¿es al fuego del hombre a lo que están adaptadas? Lo que resta fuerza al razonamiento es que las pirófilas ya estaban aquí antes de que el hombre aprendiese a manejar la herramienta del fuego: la mayoría de ellas forman parte de nuestra flora natural.
¿Por qué nuestros ribazos, sendas, linderos y huertas más descuidadas se llenas de “malas hierbas”? ¿Tuvieron estas especies que aguardar a que el hombre extendiese estiércol sobre la tierra, a que rompiese el suelo con el arado, a que abriera caminos para cruzar el monte, o a que concentrase sus desperdicios en lugares concretos? Parece difícil atribuir su aparición a la mano del hombre, pues también las malas hierbas estaban en nuestro entorno antes de que el hombre las favoreciera con algunas de sus labores.
¿Por qué nuestros ganados encuentran hierbas apetecibles? ¿Por qué nuestra flora no la componen plantas no apetecibles? ¿Por qué no son todas venenosas, tóxicas, hórridas o indigestas? Muchas lo son, lo que evidencia que logarlo no es un objetivo imposible en la evolución de la flora. ¿Quizá también las plantas apetecibles llegaron a nuestras latitudes traídas por el hombre, acompañando a los ganados domésticos? Sabemos que no, que también ellas estaban aquí mucho tiempo antes; sabemos que eran otros los herbívoros que las aprovechaban, dispersaban y “perturbaban”, y hemos de entender que lo hacían, coevolutivamente, sin mayores problemas. De hecho, como señalan algunos autores6 , el primer gran cambio ecológico que puede razonablemente ser atribuido a nuestra especie fue la extinción de los grandes mamíferos hacia el final de la época pleistocénica. (…) Las depredaciones de nuestros primeros antepasados cazadores hicieron algo más que alterar la fauna del planeta. Los grandes comedores de pasto y ramoneadotes ocasionan profundos efectos en las plantas y el exterminio de tales animales influyó, sin duda, en el conjunto florístico.
Y, ¿a qué llamamos “nuestros paisajes”?. ¿Qué estamos afirmando cuando decimos –como subraya la Carta del Paisaje Mediterráneo7 – que el paisaje ha llegado a ser, a lo largo de la historia, uno de los valores fundamentales de la cultura de los pueblos y uno de los elementos de su identidad cultural, constituyendo uno de los indicadores de calidad de vida? ¿A qué se refieren los redactores de la PAC8 cuando advierten que no se puede conservar la cubierta vegetal, y la naturaleza en su conjunto, sin la presencia de una población suficiente en el medio rural, con un nivel adecuado de servicios e ingresos? O ¿qué quieren decir algunos expertos internacionales sobre Biodiversidad cuando advierten que el problema no es que en Europa sea difícil adivinar cual era el ecosistema original, sino que en el Amazonas hace siglos que el hombre también modificó los ecosistemas y que hay que abandonar la idea de que existe una naturaleza virgen que hay que preservar, porque no es así? Para empezar, tenemos que preguntarnos qué hacemos con la población local. Nosotros, la especie humana, no estamos fuera de la naturaleza, estamos dentro. El hombre debe volver a aprender a interactuar con la naturaleza9 .
ALTERNATIVAS A LOS CAMBIOS DE USO DEL SUELO
A tenor de estas cuestiones, se comprenden las llamadas de atención de organismos nacionales e internacionales en relación con las lagunas de conocimiento existentes sobre los elementos que se ven afectados por el abandono agrario, y sobre la escasa atención que recibe la búsqueda de alternativas a esa componente del Cambio Global que son los cambios de uso del suelo.
En este contexto se mueven hoy los retos de las “nuevas” ingenierías rurales, y debería moverse una parte importante de la política de I+D. Así que, quizá, no esté de más recordar algunas de las cosas que aprendimos en la Universidad (e, incluso, enseñamos como profesores) hace 35 ó 40 años. Entonces muchos de nosotros, muchos de los que hoy trabajamos o tomamos decisiones en el ámbito de las ciencias de la vida o de la naturaleza, las teníamos muy claras: era la ideología profesional dominante, eso que –más de una vez- llamamos ciencia10 . R. Merton Love, presidente del Departamento de Agronomía y Montes de la Universidad de Davis -una universidad de referencia, tan afamada entonces como lo sigue siendo hoy- lo dejó claramente escrito11 : “El hombre se encuentra tan sólo en la antesala de la inmensa exploración que debe realizar para moldear la naturaleza a la medida de sus necesidades, pero no creemos que la tarea a efectuar sea, después de todo, demasiado complicada. Podemos ser optimistas acerca de nuestra habilidad para hacerlo, si tenemos en cuenta lo que hemos conseguido en la agricultura”.
Estas convicciones formaron parte de muchos de nosotros, durante demasiado tiempo. Y no porque no se alzasen voces criticas en su momento. De hecho, los propios editores del libro las desautorizan en el preámbulo que las precede: la equivocación fundamental que se advierte a través del artículo de Love –dicen los editores- parece ser la confusión entre calidad y rendimiento, y más específicamente, la creencia de que incrementar lo último, por cualquier método, es “mejorar la Naturaleza”. Pero es difícil desembarazarse de ese tipo de optimismos “revelados” cuando uno tiene pocos años, y cuando la antesala en la que se encuentra es la de sus primeros trabajos profesionales. No digamos si además aspira a ser un hombre “moderno”, una tarea que –le dicen- después de todo, no es demasiado complicada.
Hoy, en cambio, y cada vez con más fuerza, una parte importante de las convicciones caminan en la dirección que –también en aquellos años- marcaban ya muchos ecólogos. Ehrlich12 , por ejemplo, lo dice en pocas palabras: Nuestra habilidad para alterar el planeta ya ha sido debidamente comprobada. Nos encontramos ahora ante la oportunidad de reorientar esta habilidad hacia la tarea de gestionar las fuentes de la vida, y de hacerlo sobre una base sostenible que combine dos imperativos: desarrollo y conservación.
Es fácil citar otros autores contemporáneos en esta línea, empleando todos palabras semejantes. Pero sería irreal pensar que las ideas de Love no tienen herederos. En el trasfondo de sus pensamientos late aún hoy, como lo hacía en los años 70, como probablemente no ha dejado de hacerlo nunca, la convicción de que Dios, la naturaleza, o la vida (según las creencias de cada cual) puso los recursos del planeta a nuestro alcance para que nos sirviéramos de ellos, a nuestro provecho. Y sería igualmente errado suponer que los paradigmas de la Revolución Verde murieron ya. Ahí tenemos, reveladora por sí misma, la enfermedad Creutzfeldt-Jakob, más conocida como variante humana del mal de las “vacas locas”. Pues lo grave no es sólo que, año tras año, sigamos asistiendo al gotero de muertes de una enfermedad aun no controlada, sino que todavía, de vez en cuando, se oiga decir que “después de todo no fueron tantos los muertos como se decían”. Lo grave es la facilidad con la que algunos adultos olvidan, para su propio provecho, lo que la mayoría de los niños conocen y dibujan en sus primeros cuadernos de escuela: una vaca en un prado. Y cuando una sociedad de adultos olvida o subestima lo que un niño de muy pocos años ya sabe: que la vaca es un herbívoro, el verdadero interrogante ya no es cuántas muertes seguirán sumándose a este goteo; lo peor es preguntarse ¿cuál va a ser la siguiente historia? Una historia de la que, por cierto, ya no sólo son protagonistas determinados sectores industriales poco escrupulosos, sino una parte nada irrelevante de la llamada investigación puntera. Como Margulis y Sagan13 advierten con lucidez, el darwinismo puede haber destruido la deidad antropomórfica de la religión tradicional, pero en vez de hacernos sentir humildes, al considerarnos hermanos de las demás formas de vida, despertó nuestra avidez por ocupar el lugar que Díos había desempeñado hasta entonces. Hasta tal punto nos consideramos semidioses, que llegamos a creer que estamos tomando el mando de la evolución al poder manipular el ADN, fuente de vida, y dirigirlo según nuestros designios.
POR UNA SILVICULTURA DIVERSIFICADA
Pero semidioses y todo, estamos llegando tarde a muchas cosas: lo hemos estado haciendo durante demasiado tiempo en favor de una conservación que ha subestimado que nuestros ecosistemas son agrosistemas, y que de sus mejores ejemplos de gestión tradicional proceden “nuestros” paisajes, y casi todos “nuestros” espacios naturales protegidos. Lo hemos estado haciendo en los ámbitos agrarios, que han primado, como moderno, lo intensivo, dotándole de marchamos de excelencia que parecen inmunes a las consecuencias de los errores cometidos. Pero también, que sigamos llegando tarde a muchos de nuestros propios retos, obedece a las pretensiones universalistas que alimenta el credencialismo dominante en I+D.
La investigación forestal –por ejemplo, y destáquese esto de una vez por todas-, cuando atiende a la gestión de espacios de manejo extensivo, no es una disciplina universal en ningún lugar del mundo, y los son todavía menos, menos “universales”, los modelos de desarrollo y de gestión que resultan aplicables en cada caso. Una parte importante de los fracasos de la política forestal española han tenido su origen en las inconsistentes credenciales de “universalidad” que, a modo de pensamiento único, se han querido imponer a su pilar básico: la silvicultura. Esto ha acarreado la subestimación de muchos problemas que nos son propios, que nos competen, y que nadie vendrá a resolver por nosotros. La silvicultura de gimnospermas, por ejemplo, tomada de las escuelas centroeuropeas y encumbrada por nosotros como credencial de referencia, no sólo olvidó que un bosque está muy lejos de ser una masa regular y compacta de árboles iguales, monótona y amorfa, como puede ser un campo de trigo; el bosque es una población vegetal, no un ejército de árboles, como nos recuerda S. González Alonso, citando a Ceballos14 , sino que en la mayor parte de nuestro territorio, de lo que estamos hablando es de agrosistemas mediterráneos. Y hablar de lo mediterráneo es hacerlo de un mosaico de condiciones naturales cuya trabazón histórica con las prácticas rurales ha conducido a un mosaico cultural de agronomías mediterráneas ampliamente integradas en el paisaje15 .
La mejor gestión –nos dice Pedro Montserrat16 – es la que usa correctamente cada estructura, siempre con unas acciones realizadas en el momento y lugar precisos. Y lo mismo hace Begoña Abellanas17 cuando subraya la necesidad de aplicar una selvicultura diversificada, adaptada a las condiciones particulares de cada lugar y momento. Es decir, circunstancias locales tan variadas y complejas en lugares y momentos que las técnicas de gestión no pueden ser reducidas a un mero manual de procedimientos. Es más –concluye esta autora- la adaptación de las técnicas a las condiciones reales, en cada caso, es una de las tareas básicas del selvicultor.
Hoy, los manifiestos cambios de nuestro entorno rural deberían llevarnos a cambios muy significativos en los planteamientos políticos, agrarios y medioambientales, con los que abordar las nuevas circunstancias. Es esperanzador, sin duda, que gran parte de estos replanteamientos estén detrás de leyes como la reciente Ley de Desarrollo Rural18 , detrás de la reformulación de muchas competencias del Estado e, incluso, detrás de la creación de un nuevo ministerio “agroambiental”. Pero todo ello debería verse acompañado de cambios científicos igualmente significativos, que apoyasen este tipo de revisiones de la gestión-conservación de nuestro entorno. Nunca dispondremos de una buena investigación aplicada, ajustada a la escala y características de nuestros propios problemas, sin una paralela investigación básica, ligada a las especificidades de los mismos y a las condiciones socioeconómicas de cada momento, pues también en eso, nuestro contexto territorial ha estado cambiando mucho.
En 1985 España firmó el tratado de adhesión a la Comunidad Europea, y más de un 63% de su “Superficie Agrícola Útil” recibió la calificación de zonas desfavorecidas19 . Más de 2.850 municipios españoles fueron objeto de declaración específica de Zonas de Agricultura de Montaña20 . Se iniciaron con ello las ayudas y subvenciones dirigidas a fomentar la reconversión de los sistemas “menos competitivos” y, generalizadamente, se potenció el abandono rural. Muchas tierras, que durante siglos fueron modeladas por la actividad del hombre, han ido quedando abandonadas a su suerte. Muchas han sido objeto de políticas de forestación de tierras agrícolas, pero la mayoría, simplemente, se han ido “llenando de monte”, tras el abandono. Se diría -como advierte John Berger21 -que los que hicieron los planes económicos de la CEE previeron la eliminación sistemática del campesinado europeo, aunque por razones de orden político no usen la palabra eliminación, sino la de modernidad.
RECONVERSIÓN DE ESPACIOS NATURALES
Cinco grandes temas parecen centrar hoy la atención sobre nuestros espacios rurales en reconversión: Forestación (con un fuerte énfasis en la repoblación de tierras agrícolas abandonadas); Ganadería extensiva (con atención importante sobre el patrimonio genético de nuestras razas autóctona, producción de alimentos sanos y productos con denominación de origen); Agricultura sostenible (respetuosa con el medio ambiente y ajustada a la capacidad de explotación de los recursos); Conservación de la Naturaleza; y Ocio (abarcando, ambas consideraciones, aspectos intangibles de calidad de vida). Pero todo ello implica, como decimos, una complejidad de actuaciones que requieren una perspectiva interdisciplinar explícitamente comprometida. Es decir, como deja muy claro Jaime Terradas22 : el camino hacia la sostenibilidad requiere la construcción de nuevas aproximaciones científicas en las que se franqueen los muros que separan a muchas disciplinas. (…) De lo que se trata es de acoplar los principios de la investigación sobre sistemas ecológicos y sistemas humanos con la gestión del ambiente, y ello significa aunar los esfuerzos de ecólogos, economistas, filósofos, sociólogos y gestores, entre otros. En definitiva, en sus propias palabras, un enorme esfuerzo de interacción entre ciencias que actualmente se ignoran.
¿Qué hacer en relación con este estado de cosas? Al menos, deberíamos comprender que:
1º) Nuestros trabajos, estudios y decisiones afectan a sistemas seminaturales fuertemente ligados a las actividades humanas; de tal manera que, si el hombre formó parte de las luces y de las sombras que acompañaron a la gestión y conservación de nuestros territorios y recursos, el hombre deberá seguir formando parte de las soluciones y alternativas que decidamos desarrollar y transmitir sosteniblemente a las generaciones venideras.
2º) Las recetas universales sólo valen para los acercamientos globales a nuestros problemas, y que todo auténtico compromiso de transferencia requiere ajustar las respuestas a las características de cada realidad concreta: piensa globalmente, paro actúa localmente, dice un conocido lema ecologista.
y
3º) Comprender que poco será lo que se pueda hacer al respecto sin una apuesta seria en políticas de I+D igualmente comprometidas con nuestra realidad más inmediata, aunque el localismo de las investigaciones siga viéndose penalizado por su reducida proyección universal.
EL ABANDONO AGRARIO
Hoy por hoy, nuestra valoración al respecto es negativa, pues entendemos que en estos replanteamientos apenas hemos ido más allá del terreno de las palabras, y que nuestras instituciones más directamente concernidas por las consecuencias del cambio global apenas reaccionan. Es muy relevante, por ejemplo, la modesta atención que, más allá de la retórica, recibe el problema del abandono agrario. Ya hemos señalado cómo, según la estimación oficial del momento23, más del 60% de nuestra superficie agrícola útil (SAU) son zonas que han sido declaradas desfavorecidas por la PAC. Esto ha tenido un efecto multiplicador en el proceso de despoblamiento rural que se venía produciendo ya a lo largo del siglo pasado (pujantemente en su segunda mitad). Como consecuencia de ello la estructura del paisaje ha quedado en una situación cuya evolución es difícil de prever. Los incendios, la perdida de paisajes, de razas ganaderas, o –genéricamente- de diversidad, son algunas de las manifestaciones más notables. No obstante, no parece que en el plano de las decisiones que se concretan en el ámbito rural tales circunstancias comporten ninguna preocupación prioritaria por parte de las instituciones concernidas, y pocos son los casos en los que, de hecho, se habla de alternativas que vayan más allá de fomentar los valores turísticos, los de ocio, o los de la conservación más estricta; si acaso sólo algo de agricultura ecológica. Eso, y el siempre discutido capítulo de las subvenciones y ayudas al campo, un capítulo que ha producido casi tantas controversias como las que pretendió solventar.
Consecuentemente, la estructura POLIS-AGER-SALTUS-SILVA, que durante milenios sirvió para describir la organización de nuestro paisaje, aparece hoy casi quebrada por su mitad. Mientras la tecnificación del AGER y la creciente expansión urbanística de la POLIS tienden a borrar las fronteras tecnológicas entre uno y otro mundo, el SALTUS, las zonas agrícolas de manejo más extensivo, los campos y las tierras extremas, van quedando en abandono, en pro de la SILVA, que las va ocupando. Así que podríamos preguntarnos ¿cuál es el destino que le espera al espacio rural en abandono? ¿En qué creemos que se convertirá? Y algo que incluso los más reduccionistas de la conservación de la naturaleza empiezan a comprender es que ese espacio no se va a transformar en un espacio natural prístino. En un “bosque clímax”. Eso lo evidencian muchos de los problemas de gestión-conservación de los ya declarados espacios naturales protegidos. De modo que las llamadas de atención (nacionales e internacionales) sobre los factores de riesgo que comporta el despoblamiento rural, hace tiempo que pasaron del ámbito del romanticismo intelectual, para sumar importantes preocupaciones sobre la manera de afrontar el futuro.
No es extraño así que, al menos en el terreno de las declaraciones,
i) Las normativas europeas de la PAC adviertan que no se puede conservar la cubierta vegetal, y la naturaleza en su conjunto, sin la presencia de una población suficiente en medio rural, con un nivel acomodado de servicios e ingresos; o que la actividad económica, en general, y en particular la agraria, deben permitir mantener los procesos ecológicos esenciales y los sistemas vitales, preservar la diversidad genética y asegurar el aprovechamiento sostenido de las especies y ecosistemas, reconociéndoles a los bosques su valor como espacios de ocio y cultura, como factores de renta y empleo, y como soporte de la conservación de los recursos naturales y la vida silvestre23 .
ii) El Programa 21/CENUMAD subraye la urgente necesidad de establecer vínculos entre los sistemas tradicionales de usos de la tierra y las aplicaciones de la ciencia y la tecnología24 .
iii) La Estrategia Forestal Española reconozca que lo forestal y lo agrario no tienen una clara separación y que sus políticas sectoriales deben servir al objetivo común de desarrollar el medio rural25 .
iv) Que se destaque que existen referencias suficientes para promover fórmulas de conservación en las que no se prescinda de la influencia antrópica. Al contrario, la experiencia muestra que el anulación de la intervención de la población puede ir seguido de la pérdida de las características singulares que hicieron especialmente valiosos ciertos territorios26.
En definitiva, preocupaciones sobre aspectos cada vez más interrelacionados, en las fronteras entre lo agrario y lo medioambiental. Fronteras en las que se exigen a la comunidad científica y académica cambios significativos sobre su implicación en la gestión de los recursos y en la investigación de alternativas sostenibles sobre su protección, aprovechamiento, manejo y conservación.
LA CONCORDIA ENTRE DESARROLLO Y CONSERVACIÓN
El cuidado de nuestro patrimonio (natural y cultural) será lo que nos identifique ante las generaciones venideras. Probablemente, las denominadas sociedades avanzadas, nunca han necesitado entenderlo con tanta claridad. El encuentro de ambos “mundos”, el de la naturaleza y el de las “culturas” que hubieron de pactar con ella permiten imaginar un pasado lleno de compromisos rigurosos con escasos márgenes de error.
En nuestras tierras el hombre ha venido manejando el fuego desde hace unos 500.000 años; en ellas cazó y exterminó a casi todos los grandes herbívoros que dominaban las tierras, como documentan nuestros yacimientos paleontológicos (algunos de ellos entre los más importantes de Europa); y no hace tanto tiempo que dejó de hacerlo (los bisontes de Altamira no tienen mucho más de 15.000 años). Pero nada de esto volverá a ser recuperado27 . Nuestro aireado éxito como especie pionera, capaz de ocupar casi todos los ambientes del planeta, se logró a expensas de desplazar o eliminar de ellos a gran parte de sus protagonistas naturales. Algunas de nuestras acciones “perturbadoras” pueden imitar (o remedar, en parte) el papel que, en los procesos biológicos de aquellos ecosistemas, desempeñaban muchos de los animales extintos; y muchas de nuestras especies heliófilas y oportunistas se benefician todavía hoy de ello. El propio paisaje cultural, teselado, se ha llegado a convertir en una relevante “seña de identidad” cultural. Las dehesas, los bardales, los sistemas reticulares, o los mosaicos polivalentes, son ejemplos de la ingeniería rural del pasado, que los modernos paradigmas de “sostenibilidad” revalorizan hoy. Sabemos que la gestión sostenible de cada territorio no puede subestimar ya las interrelaciones que (directa o indirectamente) existen entre muchos de los valores naturales que se desean proteger y el contexto rural que los enmarca. Esta trabazón, tan característica de nuestro entorno rural mediterráneo, es la que habremos de asumir en las propuestas de sostenibilidad que identifica los paradigmas de concordia entre Desarrollo y Conservación.
John Berger, una vez más, nos hace ver que los campesinos han sido considerados históricamente tradicionalistas, conservadores. Y, sin embargo, son los únicos que tienen la costumbre de convivir con los ciclos, con los cambios impuestos por el orden natural del tiempo28. Sus rutinas se repiten todos los años y, en ocasiones, todos los días. Pero –nos advierte el autor – de repetición tienen sólo su aspecto formal pues, siempre hay elementos que han cambiado. Esto les obliga a estar permanentemente improvisando, y de ello depende su supervivencia.
¿Carecemos los urbanitas de sentidos capaces de mantenernos alerta ante los cambios? Al contrario, hemos de suponernos descendientes de ancestros bien dotados para ello, pues también de ello dependió el éxito de nuestra ocupación urbana del territorio. Sin embargo, se diría que las seguridades sociales, técnicas y políticas de las que nos hemos dotado, e –implícitamente- nuestra autoproclamada y fatuamente asumida pertenencia a la sociedad del riesgo han adormecido casi todas nuestras alertas frente a los riesgos y frente a las consecuencias de los cambios del entorno (muchos de ellos inducidos por nosotros mismo). Hasta en el control gubernamental de la meteorología parece que preferimos delegar nuestras responsabilidades: “piove, porco goberno”.
No obstante, no todo es atribuible a nuestra insensibilidad (¿facultativa?). Los prejuicios y las medias verdades limitan también la percepción de las cosas. Hoy, como hace más de cien años, los creacionistas siguen ahí oponiendo su resistencia a las teorías que intentan explicar los cambios evolutivos. Internet está lleno de sus proclamas de fe, y podemos asistir, entre atónitos y aburridos, a episodios notables (en países notables), en los que las leyes y la religión continúan anatemizando toda oposición a la permanencia de las especies. Ellas –dicen- están ahí tal como Dios las creó. Pero no son mucho más estimulantes los planteamientos de quienes persiguen el regreso al paraíso. Se diría que la creencia en “paraísos”, asalta por igual a los más extremados de unos y de otros. Unos advirtiéndonos que cuanto nos rodea, aunque lo hayamos mistificado, son los restos del Edén: son sus plantas y sus animales, tal como siempre estuvieron para nuestro disfrute. Los otros convencidos de que está en nuestras manos la recuperación del paraíso en cuanto dejemos “tranquila” a la naturaleza: sólo nos incumbe ser buenos jardineros.
PENSAR COMO UNA MONTAÑA
En las antípodas de un mensaje superficial, Aldo Leopold, invitaba a “pensar como una montaña”, y –como una montaña- a escuchar con objetividad el aullido del lobo. No obstante –quizá por su belleza- creo que este conocido enfoque de su Una ética de la Tierra29 ha podido deslumbrar nuestra manera de entender la conservación del entorno natural que nos rodea, muy distinto del de las tierras de Baraboo (Wisconsin, EEUU), en las que Leopold trabajó y murió. Nuestras montañas no son las suyas; no lo es su historia, y no lo son sus actores humanos, que por aquí llevan, modificándolo casi todo,desde hace cerca de un millón y medio de años30 . Es oportuno recordar que, frente a estas cifras temporales, las industrias Clovis, que marcan la primera llegada de humanos a las tierras de Norteamérica, apenas alcanza los 13.000 años. Y estas son diferencias relevantes para comprender el peso del hombre en el territorio y para darnos cuenta que ninguno de nuestros espacios protegidos se puede gestionar como si fuese Yellowstone (cosa que -por momentos- se soñó). La heterogeneidad estructural, diversidad biológica y valor paisajístico de nuestro medio natural están tan ligados a las prácticas humanas de nuestro pasado, que afrontar su gestión y conservación requiere un replanteamiento mesurado de la atención política, social, científica y técnica con la que se abordan sus problemas. Una atención mucho más comprometida con sus circunstancias que la que habitualmente ha recibido desde concepciones y modelos globales. Como dice Leopold, el problema que tenemos es de actitudes y herramientas. Estamos remodelando la Alhambra con una excavadora, y todavía nos sentimos orgullosos de lo finos que somos al medir. Es muy difícil renunciar a la excavadora que, después de todo, tiene muchos aspectos positivos, pero necesitamos criterios más delicados y objetivos para su utilización provechosa.
Cambios de actitudes y herramientas que vuelven a poner de relieve la necesidad de facilitar las alianzas entre lo urbano y lo rural. Necesitamos proveernos de un nuevo contexto de ideas – destaca Izquierdo- para promover una orientación de desarrollo local y regional de la agricultura que sea diferente del pasado preindustrial e industrial y que sirva para relacionar sin fricciones la ciudad y el campo. Y que sirva también para proyectarnos hacia el futuro desde la base de la información acumulada en forma de patrimonio en nuestra historia y en nuestra geografía. A esa forma de pensar la hemos llamado la “perspectiva agropolitana”. Estas reflexiones de Jaime Izquierdo4 son una buena manera de ir concluyendo este artículo, pues recogen muy bien una parte significativa de los actuales retos. El hombre debe volver a aprender a interactuar con la naturaleza, decía (recordémoslo), Michel Loreau9. Y Jaime Terradas22, lo completa admirablemente: es evidente –dice- que debemos convertir la atención al entorno en algo con un alto nivel de prioridad entre nuestros valores.
Las empresas inteligentes –nos hace ver José Antonio Marina31 – consiguen que un grupo de personas, tal vez no extraordinarias, alcancen resultados extraordinarios gracias al modo en que colaboran. Y esto es lo que nos enseñan también los mejores ejemplos de las culturas campesinas, pues las agrupaciones inteligentes –continúa este autor- captan mejor la información, es decir, se ajustan mejor a la realidad, perciben antes los problemas, inventan soluciones eficaces y las ponen en práctica. Pedro Montserrat nos habla constantemente, a lo largo de su obra, sobre la importancia de la “comunidad”. Hoy no existen tantas limitaciones técnicas como antes había, pero se subestima la importancia de contar con una colectividad rural culturizada. Sin embargo, es sobre dicha base cultural auténtica donde mejor se asimilan las nuevas tecnologías mejoradoras. Ahí, validadas en el contexto cultural que las hace eficaces, es donde pueden crecer las nuevas propuestas, extenderse los ejemplos que arrastren, surgir los hábitos más útiles y percibirse la implicación de cada comunidad en las soluciones de “su” tierra32 .
La historia de la pastilla de jabón, de la que nos hablaba Pió Font Quer, es una buena metáfora sobre la escasa atención que le prestamos a muchos recursos que se dilapidan ante nuestros ojos sin sentirnos cómplices de ellos (siempre son otros los que lo hacen). Y mucho menos concernidos nos sentimos si los mecanismos asistenciales de la empresa (del Estado) minimizan toda señal de coste y de riesgo. Muy distinto sería el relato en el ámbito privado de cualquiera de los lavabistas (como él les llama) que describe Font Quer. En ese ámbito, en el de la casa propia, los costos y los riesgos se perciben sin ambages. Y esa es la parte que -parece- no percibimos los beneficiarios (?) de la sociedad del riesgo. Con sus falsas seguridades han desaparecido muchos recursos culturales de empatía, complicidad y respeto que, quienes nos precedieron, sabedores de que los riesgos casi siempre son compartidos, fueron incorporando a sus formas de comunicación, incluso las que parecerían “de oficio” lo demuestran. Una de ellas es el saludo, que creemos desprovisto de significado funcional alguno. “Buenos días…”, “Con Dios…” .
D. Juan Ruiz de la Torre, catedrático de Botánica de la Escuela de Ingenieros de Montes de Madrid, nos enseñaba a sus alumnos un procedimiento prácticamente infalible para distinguir dónde comenzaba el campo: El campo -nos decía- comienza allí donde los desconocidos se saludan. Cuantos hemos dedicado gran parte de nuestra vida profesional a trabajar en el medio rural sabemos que este aforismo ha estado vigente durante siglos, hasta hace muy poco. Pero hoy ya no nos sirve para valorar si quien se cruza con nosotros se sabe en el campo o no. Quizás el campo ya no empiece donde lo hacía antes. Pero seguramente esa no es la verdadera razón.
www.revistaambienta.es – José Luis González Rebollar – Estación Experimental del Zaidín. Granada – CSIC