La creciente concienciación ambiental de la sociedad desde mediados del siglo XX y la existencia de compromisos internacionales vinculantes en esta materia han determinado la aparición de las políticas públicas ambientales, que a su vez se han ido modificando a lo largo de los años para mejorar su efectividad, eficiencia y viabilidad. La denominada imposición ambiental, ecológica o verde, inicialmente sólo una idea teórica de manuales y profesores de economía, ha jugado así un papel creciente dentro de las políticas ambientales correctoras en el mundo desarrollado. Esto se debe fundamentalmente a que, en relación con otras alternativas de política ambiental, permite introducir un coste por contaminar como mecanismo para garantizar flexibilidad y eficiencia en la consecución de los objetivos ambientales. Los impuestos ambientales emulan así el comportamiento del mercado, pero precisamente para corregir sus fallos, al hacer que los distintos agentes (productores y consumidores) consideren los recursos ambientales como escasos y con valor económico.
Fundamentos, diseño y aplicaciones de la imposición ambiental
Los mercados competitivos constituyen un sistema muy eficaz y eficiente para la gestión de recursos económicos. Esto es así gracias a los precios, que permiten el intercambio de información entre agentes a un coste bajo. Los precios casan las preferencias de los consumidores con los costes de producción de las empresas, creando un conjunto de incentivos adecuados para los diferentes agentes. Por supuesto, los mercados desregulados generan numerosos problemas, entre ellos el deterioro ambiental descontrolado. El fallo del mercado frente al medio ambiente tiene que ver, básicamente, con diseños institucionales que permiten que los agentes contaminen sin que compense (como en el resto de actividades económicas) a los afectados. Cuando esto sucede, existe una externalidad negativa que impide, entre otras cosas, que los mercados asignen adecuadamente los recursos.
La imposición ambiental se encuadra dentro de las políticas ambientales correctoras, esto es, de las que pretenden abordar desde la intervención pública el problema de la externalidad ambiental. Las políticas ambientales se han ido configurando en varias generaciones durante los últimos cincuenta años: a) las denominadas regulaciones de mandato y control, desde la década de los sesenta del pasado siglo; b) los instrumentos económicos o de mercado, donde se encuentra la imposición ambiental, visibles en la práctica de las políticas treinta años después; y c) las aproximaciones voluntarias (o no mandatorias), generalizadas en los últimos años y en las que no entraremos en este trabajo.
Las regulaciones de mandato y control no sólo fueron las primeras en aparecer sino que también mantienen su preponderancia dentro de las políticas de reducción de emisiones. Consisten básicamente en el establecimiento de normas que los contaminadores están obligados a cumplir («mandato») y que buscan garantizar una reducción de emisiones. Generalmente estas normas establecen límites al volumen de emisiones, o especifican las características de productos intermedios y/o finales, así como de los procesos técnicos de producción y descontaminación. Además, existe un sistema de monitorización que controla a los contaminadores («control») y que, en caso de incumplimiento, da lugar a sanciones económicas y/o penales.
No obstante, los economistas siempre han defendido el uso de los denominados instrumentos económicos de política ambiental. Frente a las regulaciones de mandato y control, estos mecanismos proporcionan flexibilidad a los contaminadores a través de la introducción de precios por contaminar y emulan así el funcionamiento del mercado. Esto se observa en la reacción de los contaminadores, que se enfrentan a curvas de costes marginales de reducción de las emisiones (CMR) que representan las opciones de descontaminación de más barata a más cara (véase la Figura 1). En general, podemos suponer que existe abundante heterogeneidad entre los contaminadores respecto a sus CMR (agentes 1 y 2 en la figura), tanto por variabilidad tecnológica intrasectorial (relacionadas, por ejemplo, con la obsolescencia técnica de ciertas plantas) como por la presencia de importantes diferencias intersectoriales (por ejemplo, entre productores de electricidad y cemento en el caso de las emisiones de dióxido de carbono). Puesto que estas curvas son desconocidas para los reguladores por la presencia de información asimétrica (el contaminador prefiere no compartir su información con el regulador por temor a una regulación más estricta), la aproximación regulatoria convencional ha de basarse habitualmente en estándares de mandato y control iguales para todos los contaminadores. En la figura se puede observar cómo estos estándares de emisiones (eu) llevan a unos costes totales de reducción (áreas rayadas) mayores que los mínimos necesarios para conseguir el objetivo ambiental marcado por los estándares (dos veces eu).
La insostenibilidad de los sectores difusos en España
Dentro del contexto europeo, España se encuentra en una encrucijada energética en la que tiene que elegir una dirección a seguir que le permita simultanear tres objetivos: la competitividad de su economía, la lucha contra el cambio climático, y la seguridad de suministro, con la reducción de la dependencia energética de combustibles fósiles del exterior. El compromiso en materia de cambio climático más cercano al que se enfrenta España es el cumplimiento del Protocolo de Kioto, que limita el crecimiento de las emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) a un 15% en el periodo 2008-2012 frente a 1990. A este respecto, la evolución de las emisiones en España pone de manifiesto las dificultades para el cumplimiento de dicho objetivo, y contrasta con la tendencia registrada por la UE 15 de continuo acercamiento al suyo (Figura 2).
Junto al Protocolo de Kioto, otros objetivos ambientales y energéticos que marcarán la agenda española en el medio y largo plazo son los establecidos bajo el denominado «objetivo 20/20/20»: 20% reducción de emisiones de GEI de forma vinculante, 20% de participación de energías renovables de forma vinculante y 20% de mejora de la eficiencia energética. El objetivo de reducción de emisiones se ha distribuido por Estado miembro para los sectores difusos (1) , de forma que España deberá reducir sus emisiones difusas en un 10% en 2020 respecto a los niveles de 2005.
Cuando se habla de actuaciones para alcanzar objetivos de reducción de emisiones o mejora de la eficiencia energética se suele centrar la atención en sectores industriales. Sin embargo, si se quieren alcanzar los objetivos planteados -tanto el Protocolo de Kioto como el objetivo 20/20/20- habrá que realizar también grandes esfuerzos en los sectores difusos. Son responsables de alrededor de la mitad de las emisiones globales de GEI de la economía europea y española, siendo especialmente destacable la contribución del sector transporte dentro de estos. El sector transporte tiene un peso muy elevado en dichas emisiones, alrededor de un tercio del total. Este sector también ha contribuido de forma importante al continuado crecimiento de las emisiones de los sectores difusos en España, cuya evolución las aleja del objetivo europeo de reducción del 10% para 2020. Así, el sector transporte, se constituye como un elemento fundamental para reducir las emisiones en los sectores difusos, aquellos que están teniendo más dificultades para entrar en una senda sostenible, y que además no están inmersos en un mercado de comercio de emisiones.
En España, el sector transporte es uno de los principales consumidores de energía de la economía y ha registrado una tendencia de crecimiento insostenible en los últimos años. Así, de 1990 a 2008, el consumo de energía del sector transporte ha aumentado en torno a un 73%, aumentando su peso frente al resto de sectores de la economía y alcanzando en 2008 casi un 40% del total del consumo final, frente al 34% de la industria y el 26% de usos diversos. En cuanto al reparto modal del transporte, la carretera es con diferencia el modo predominante, hasta el punto de alcanzar en el periodo 2000-2007 unas cuotas medias de participación de más del 80% en pasajeros y mercancías, con un crecimiento durante el periodo reciente muy similar al experimentado por el conjunto del transporte.
Por modos de transporte, el principal crecimiento del consumo energético lo ha registrado el sector aéreo, con un 138% entre 1990 y 2007. No obstante, su reducido peso en el consumo total de energía final del sector, apenas un 7%, limita su impacto sobre el global del consumo energético y las emisiones. El transporte por carretera ha sido el principal responsable de crecimiento del consumo energético del sector, con un aumento en ese período y un peso en el consumo total de energía del 90%. Esto se explica por el fuerte incremento de renta de la economía española y por la tendencia hacia una configuración urbana más dispersa.
El elevado crecimiento del consumo energético del sector transporte ha tenido su reflejo en el aumento de las emisiones de GEI del sector, un 95% superiores en 2007 respecto a los niveles de 1990 y muy por encima del crecimiento registrado por el conjunto de la economía española en ese periodo (52%).
La evolución del sector transporte sigue una tendencia de fuerte crecimiento de las emisiones, que hace necesario el desarrollo de medidas eficaces si no se quiere incumplir los objetivos en esta materia.
En definitiva, el diagnóstico que se puede realizar del análisis de la experiencia reciente en el sector transporte parece mostrar unas tendencias de fuerte incremento del consumo y de las emisiones de GEI, y predominio del transporte por carretera, origen de la gran mayoría del consumo energético y de las emisiones del sector. En este contexto, el sector transporte debe constituirse como uno de los ejes principales de las políticas públicas si se pretende alcanzar los objetivos de política económica (competitividad), ambiental (emisiones) y energética (seguridad de suministro). En particular, el segmento sobre el que habrá que redoblar esfuerzos es el transporte por carretera, modo hacia el que se ha tendido a inclinar la balanza en el transporte europeo y español.
Fiscalidad ambiental en el transporte y reformas fiscales verdes
En las secciones anteriores, hemos observado cómo los impuestos ambientales constituyen una alternativa eficiente y cada vez más testada de política ambiental. También hemos indicado cómo la importancia y progresión de las emisiones del sector transporte durante los últimos años (particularmente en el caso español, muy por encima de la media europea) justifican una atención especial. A ello se unen las dificultades para la aplicación de otros instrumentos económicos, como los mercados de permisos de emisiones, que ya existen para otros sectores. La no cobertura regulatoria de un sector de tanta importancia obviamente generaría problemas de eficiencia y justicia.
De cara a avanzar hacia la sostenibilidad del transporte existen multitud de políticas: desde instrumentos fiscales, a regulaciones de mandato y control. Entre éstas últimas destacan las normas tecnológicas, con límites de emisiones por kilómetro recorrido o el desarrollo de vehículos cada vez menos dependientes, incluso independientes, de los combustibles fósiles para su funcionamiento (como los vehículos eléctricos). En cualquier caso, como avanzamos en el segundo apartado, las políticas ambientales basadas en precios han de definirse aquí fundamentalmente a través de alternativas fiscales.
Hasta hoy la imposición ambiental sobre el transporte se ha centrado en la titularidad de los vehículos, tanto en el acto de compra como recurrentemente por posesión, y en el uso de carburantes. Dentro de los impuestos asociados a la titularidad del vehículo se encuentran aquellos que gravan la adquisición del vehículo y los que se establecen sobre su propiedad. Estos tributos, aunque gravan un bien que genera externalidades negativas, no tienen relación con el uso del vehículo por lo que su efectividad ambiental es reducida dado el vínculo existente entre distancia recorrida y emisiones. No obstante, en los últimos años en algunos países (incluyendo España) el diseño de estos impuestos está incorporando aspectos relacionados con el nivel de emisiones de los vehículos, mejorando así su comportamiento corrector.
Por su parte, la tributación de los carburantes tiene efectos positivos sobre la eficiencia energética, al incentivar la reducción del consumo energético por distancia recorrida. En el caso del cambio climático, su efectividad ambiental es elevada, dada la relación lineal entre el consumo de carburantes y las emisiones del principal GEI. Como se ha visto a lo largo del artículo, los impuestos ambientales, en particular un impuesto sobre el dióxido de carbono (CO2), pueden jugar un papel importante para abordar la insostenibilidad del sector transporte, contribuyendo a alejarlo de una senda de continuo crecimiento de sus emisiones y a reducir su intensidad de CO2. Es, además un campo en el que los impuestos ambientales pueden introducirse en un esquema de reforma fiscal verde (RFV), del que nos ocuparemos más adelante.
La experiencia internacional muestra diversos ejemplos de desarrollo y aplicación de este tipo de instrumentos. La aplicación más reciente e interesante para su posible consideración en nuestro país es la francesa, donde se acaba de introducir un impuesto sobre las emisiones de CO2 ocasionadas por el uso de combustibles fósiles. Este tributo tiene un tipo impositivo de 17 euros por tonelada emitida en 2010, que se incrementará progresivamente hasta alcanzar los 100 euros por tonelada en 2030, y se aplica sobre ciudadanos y a empresas de sectores, como el transporte, no sujetos al mercado europeo de derechos de emisión. Su efecto recaudatorio será neutro, por lo que busca sólo introducir efectos incentivadores de índole ambiental, al reintegrarse los ingresos fiscales a los ciudadanos mediante un cheque verde cuyo valor estará en función de la renta y del grado de accesibilidad al transporte público.
Quizá hay que mencionar, no obstante, que las limitaciones socio-económicas para el uso de tipos impositivos muy elevados (especialmente importantes en el caso del transporte en nuestro país) junto a la persistencia de ciertas externalidades ambientales no relacionadas con el cambio climático y a la caída recaudatoria esperable por el cambio en el parque automovilístico, pueden recomendar nuevas alternativas. Entre ellas destaca el impuesto sobre el uso de los vehículos, que presenta varias ventajas: a) la posible cobertura de un amplio número de externalidades (incluyendo congestión), b) el mantenimiento de la capacidad recaudatoria sobre el sector del transporte, y c) la discriminación respecto a las emisiones contaminantes según el tipo de vehículo.
Para finalizar, una reflexión sobre las denominadas reformas fiscales verdes. La base y justificación de una reforma fiscal verde es obviamente la tributación ambiental. Un buen número de países han incorporado ya impuestos ambientales, bien de forma parcial (ver atrás) o sistémica. En el segundo caso, que conforma las RFV, su fundamento se encuentra en la teoría del doble dividendo por la presencia de un problema ambiental de gran escala (el cambio climático) que convive con una fuente estable y continua de ingresos fiscales por el gravamen de GEI.
El debate académico, teórico y empírico, sobre la existencia de un doble dividendo de la tributación ambiental se ha trasladado rápidamente a los decisores políticos en un número de países europeos. La RFV es, en realidad, una variante europea del modelo extensivo de reforma fiscal aplicado en el mundo occidental desde la segunda mitad de la década de los ochenta. El punto de partida del modelo extensivo es la búsqueda de sistemas fiscales más eficientes y sencillos, sin una reducción de la recaudación, mediante el empleo de impuestos directos menos altos y más extensos y un mayor peso de la imposición indirecta general sobre ventas. Tomando como referencia este esquema la principal novedad de la RFV es la idea de asociar regulación ambiental y cambio fiscal mediante el uso de impuestos energético-ambientales para compensar los cortes realizados en la imposición directa (principalmente imposición sobre la renta, aunque también cotizaciones sociales), manteniendo la recaudación. La imposición ambiental puede considerarse un instrumento óptimo para promover este cambio porque, además de ser coherente con los principios fiscales dominantes ya citados, los beneficios adicionales que este intercambio puede generar son considerables en el caso del cambio climático.
Dentro de las experiencias europeas con las RFV se pueden distinguir dos generaciones. Así, las aplicaciones de Suecia, Noruega, Dinamarca, Holanda y Finlandia parten de una filosofía común y aplican básicamente el mismo conjunto de soluciones. Esta primera generación de RFV incluye un grupo de impuestos ambientales potentes (sobre las emisiones de CO2 o, en todo caso, muy relacionados con el sector energético) que forman el núcleo de la reforma, compensando habitualmente las reducciones aplicadas sobre los tipos impositivos sobre la renta personal. Los impuestos ambientales que permiten el cambio fiscal son generalmente simples y se tiende a una reducción del número de figuras, produciéndose una incorporación simultánea de consideraciones ambientales a la imposición energética tradicional. También abundan las exenciones a sectores industriales con el objetivo de evitar pérdidas de competitividad, en un contexto de políticas de cambio climático no universales (ver el apartado siguiente). Por ello, la imposición ambiental y las primeras RFV gravan básicamente a los consumidores finales y las reformas presentan un saldo distributivo potencialmente negativo.
Una segunda generación de RFV, puesta en práctica desde comienzos de siglo en Alemania, Austria o Reino Unido, se concentra preferentemente en reducir las cotizaciones sociales pagadas por los empleadores, en ocasiones limitadas a determinados segmentos del mercado laboral. Es ahora habitual utilizar impuestos energéticos para conseguir los aumentos recaudatorios, con el objetivo principal de limitar el aumento del consumo y producción de bienes tan relacionados con el cambio climático. Es también común en estas experiencias el diseño de paquetes distributivos compensatorios sobre los grupos o sectores afectados, al ser los efectos distributivos adversos (incrementando la regresividad con el gravamen de bienes necesarios y reduciendo la progresividad al bajar los impuestos convencionales) una evidente restricción para la aplicación de la RFV.
Conclusiones
En este artículo nos hemos ocupado de la imposición ambiental, intentando ofrecer una visión general de por qué son necesarios estos instrumentos, en qué consisten, cómo se pueden aplicar, qué experiencias hay y qué utilidad pueden tener en nuestro país. Somos conscientes de haber realizado una selección parcial de temas. Por ejemplo, no hemos entrado en la tributación ambiental autonómica, dónde más desarrollo está teniendo este tipo de políticas en nuestro país. Nuestra decisión se ha debido a la limitación de espacio y a que pretendíamos dejar clara la fundamentación de estos instrumentos y el posible recorrido de estos mecanismos.
Hemos observado así que los impuestos ambientales pretenden internalizar o solucionar, mediante precios, los efectos ambientales adversos causados por los contaminadores. Esta es es y debe de ser su función básica, la mejora ambiental, y no el incremento de ingresos para la Hacienda Pública. Los impuestos ambientales se conforman como un tributo más, siendo recomendable un diseño viable y eficiente: tipos proporcionales y uniformes, bases imponibles relacionadas con consumo de productos y no afectación de la recaudación. Las experiencias con impuestos ambientales son muy ricas, pudiendo aplicarse a prácticamente todo tipo de áreas en la política ambiental contemporánea.
Hemos también discutido la insostenibilidad de nuestro sistema de transporte porque creemos que es aquí donde más utilidad pueden tener estos instrumentos. En primer lugar por la rápida progresión de las emisiones durante los últimos años, también por su no sujeción al mercado europeo de comercio de emisión, y por las dificultades para la aplicación de otras políticas de precios.
El uso de impuestos ambientales en el sector transporte no es simple. Muchas son las posibilidades y bastantes las restricciones. Creemos que una combinación de impuestos sobre la propiedad y sobre las emisiones tiene un interés especial. En el medio plazo, no obstante, hay que pensar en nuevas formas de fiscalidad que nos permitan abordar otras externalidades que no captan adecuadamente los impuestos sobre carburantes y mantener la capacidad recaudatoria.
El artículo se cierra con una reflexión sobre el uso de impuestos ambientales en un contexto de reforma fiscal verde. Es ésta una opción que permite la introducción de los tributos ambientales de la mejor manera posible: mejorando el medio ambiente y minimizando los efectos económicos negativos a través del reciclaje de la recaudación reduciendo otros impuestos. Es obvio que pensamos que una tributación ambiental del transporte ha de seguir este esquema, si bien las consideraciones distributivas han de jugar un papel importante en su aplicación.
Xavier Labandeira – Catedrático de economía – Universidad de Vigo
Gonzalo Sáenz de Miera – Doctor en Economía Aplicada – Universidad Autónoma de Madrid