Quién ha oído hablar alguna vez del tomate bombilla, la berenjena blanca o la lechuga lengua de buey Difícil. Se trata de variedades locales y tradicionales que han quedado al margen de los canales habituales de producción, distribución y consumo de alimentos. Variedades en peligro de extinción.
Nuestra alimentación actual depende de unas pocas variedades agrícolas y
ganaderas. Tan solo cinco variedades de arroz proporcionan el 95% de las
cosechas en los mayores países productores y el 96% de las vacas de ordeño
en el Estado español pertenecen a una sola raza, la frisona-holstein, la más
común a nivel mundial en producción lechera. Según datos de la Organización
de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), un 75%
de las variedades agrícolas han desaparecido a lo largo del último siglo.
Pero esta pérdida de agrodiversidad no sólo tiene consecuencias ecológicas y
culturales, sino que implica, también, la desaparición de sabores,
principios nutritivos y conocimientos gastronómicos, y amenaza nuestra
seguridad alimentaria al depender de unos pocos cultivos y ganado. A lo
largo de los siglos, el saber campesino fue mejorando las variedades,
adaptándolas a las diversas condiciones agroecológicas a partir de prácticas
tradicionales, como la selección de semillas y los cruces para desarrollar
cultivos.
Las variedades actuales, en cambio, dependen del uso intensivo de productos
agrotóxicos, pesticidas y fertilizantes químicos, con un fuerte impacto
medioambiental y que son más vulnerables a sequías, enfermedades y plagas.
La industria mejoró las semillas para adaptarlas a los intereses de un
mercado globalizado, dejando en segundo lugar nuestras necesidades
alimenticias y nutritivas con variedades saturadas de químicos y tóxicos,
como recoge el documental ‘Notre poison quotidien’ de Marie-Monique Robin,
estrenado recientemente en Francia.
Hasta hace cien años, miles de variedades de maíz, arroz, calabaza, tomate,
patata… abundaban en comunidades campesinas. A lo largo de 12.000 años de
agricultura, se manejaron unas 7.000 especies de plantas y varios miles de
animales para la alimentación, pero hoy, según datos del Convenio sobre
Diversidad Biológica, sólo quince variedades de cultivos y ocho de animales
representan el 90% de nuestra alimentación.
La agricultura industrial e intensiva, a partir de la Revolución Verde, en
los años sesenta, apostó por unos pocos cultivos comerciales, variedades
uniformes, con una estrecha base genética y adaptadas a las necesidades del
mercado (cosechas con maquinaria pesada, preservación artificial y
transporte de largas distancias, uniformización en el sabor y en la
apariencia). Unas políticas que impusieron semillas industriales con el
pretexto de aumentar su rentabilidad y producción, desacreditando las
semillas campesinas y privatizando su uso.
De este modo, y con el paso del tiempo, se han ido emitiendo patentes sobre
una gran diversidad de semillas, plantas, animales, etc., erosionando el
derecho campesino a mantener sus propias semillas y amenazando medios de
subsistencia y tradiciones. Mediante estos sistemas, las empresas se han
adueñado de organismos vivos y, a través de la firma de contratos, el
campesinado depende de la compra anual de semillas, sin posibilidad de poder
guardarlas después de la cosecha, plantarlas y/o venderlas la siguiente
temporada. Las semillas, que representaban un bien común, patrimonio de la
humanidad, han sido privatizadas, patentadas y, en definitiva,
“secuestradas”.
La generalización de variedades híbridas, que no pueden ser reproducidas, y
los transgénicos fueron otros de los mecanismos utilizados para controlar su
comercialización. Estas variedades contaminan las semillas tradicionales,
condenándolas a su extinción e imponiendo un modelo dependiente de la
agroindustria. El mercado mundial de semillas está extremadamente
monopolizado y sólo diez empresas controlan el 70% del mismo.
Como señala La Vía Campesina, la mayor red internacional de organizaciones
campesinas, “somos víctimas de una guerra por el control de las semillas.
Nuestras agriculturas están amenazadas por industrias que intentan controlar
nuestras semillas por todos los medios posibles. El resultado de esta guerra
será determinante para el futuro de la humanidad, porque de las semillas
dependemos todos y todas para nuestra alimentación cotidiana”.
Del 14 al 18 de marzo se celebró, precisamente, la cuarta sesión del Tratado
Internacional sobre los Recursos Fitogenéticos para la Alimentación y la
Agricultura, en Bali, un tratado fuertemente criticado por movimientos
sociales como La Vía Campesina, al considerar que reconoce y legitima la
propiedad industrial sobre las semillas. A pesar de que su contenido
reconoce el derecho de los campesinos a la venta, al intercambio y a la
siembra, el Tratado, según sus detractores, no impone estos derechos y
claudica frente a los intereses industriales.
Hoy, más que nunca, en un contexto de crisis alimentaria, es necesario
apostar por otro modelo de agricultura y alimentación que se base en los
principios de la soberanía alimentaria y la agroecología, al servicio de las
comunidades y en manos del campesinado local. Mantener, recuperar e
intercambiar las semillas campesinas es un acto de desobediencia y
responsabilidad, a favor de la vida, la dignidad y la cultura.
*Esther Vivas es autora de ‘Del campo al plato. Los circuitos de producción
y distribución de alimentos’.
**Artículo publicado en Público, 11/04/2011.
+ info: http://esthervivas.wordpress.com