La idea es tan provocadora como difícil de aterrizar en el terreno de la evidencia. Abraham (Avi) Loeb, profesor de Harvard y vinculado a proyectos de búsqueda de posibles señales tecnológicas extraterrestres, plantea que el universo podría ser un “universo bebé” creado por una civilización avanzada, algo así como un “experimento” en un laboratorio que habría dado lugar a nuestro cosmos. La conjetura se expone en una columna en Scientific American y se apoya en un argumento habitual en divulgación cosmológica (el universo observable parece tener geometría plana y, en algunos modelos, una energía neta cercana a cero) como punto de partida para especular con un origen “desde la nada” mediante túnel cuántico.
Loeb no es un desconocido en los debates que mezclan ciencia de frontera y controversia pública. Ha ocupado cargos académicos y de dirección científica en Harvard y el Harvard Smithsonian Center for Astrophysics, y encabeza iniciativas como The Galileo Project, que defiende una búsqueda sistemática y transparente de posibles tecnofirmas.
El interés mediático se explica, en parte, por el historial del propio Loeb con 1I/‘Oumuamua, el primer objeto interestelar identificado en el sistema solar. La NASA resume el hito en términos sencillos (descubierto en 2017, primer visitante confirmado de origen interestelar) y recuerda que su naturaleza exacta ha sido objeto de investigación intensa. En 2018, Loeb y Shmuel Bialy publicaron un trabajo en el que exploraban si la aceleración no gravitatoria observada podía explicarse por presión de radiación solar, con un cálculo llamativo por su resultado físico (un cociente masa superficie compatible con una lámina muy delgada, de décimas de milímetro).
Ahí está el punto que separa el gancho narrativo de la discusión científica. Las hipótesis cosmológicas sobre “lo anterior” al Big Bang compiten con una limitación estructural (la falsabilidad). En términos prácticos, una idea gana fuerza cuando produce predicciones que pueden contrastarse con datos (por ejemplo, mediciones del fondo cósmico de microondas, distribución de galaxias o señales de inflación). Cuando el planteamiento se mueve hacia un “laboratorio externo” o una “civilización creadora”, el reto es formular observables específicos que no puedan explicarse igual de bien con modelos más convencionales.
Por eso, en paralelo a estas conjeturas, la cosmología trabaja también con explicaciones alternativas que intentan mantener un vínculo con la comprobación empírica (modelos cíclicos o de rebote, por ejemplo). En esa línea, ECOticias se hizo eco hace años de propuestas que sitúan fases previas al Big Bang dentro de marcos de gravedad cuántica, sin necesidad de introducir un “agente” externo que lo diseñe.
En el fondo, el debate que vuelve a encender Loeb no es solo “si podría ser”, sino “qué significaría demostrarlo”. Incluso aceptando la especulación como herramienta (a veces útil para abrir preguntas), la ciencia termina exigiendo un peaje (predicciones, datos, capacidad de refutación). Sin ese puente, el terreno se parece más a una filosofía de la naturaleza con ropaje cosmológico que a una hipótesis científicamente operativa.
Loeb lo formula como una posibilidad inspiradora, casi un espejo para la civilización humana (si alguna vez podría reproducir condiciones cósmicas extremas). Pero hoy el estado de la cuestión es más sobrio. Hay indicios y anomalías interesantes en astronomía, sí, y cada nuevo “mensajero interestelar” aporta datos. Lo que aún no existe es una evidencia que obligue a abandonar explicaciones naturales en favor de un “universo fabricado”.
















