Bajo la corteza terrestre, a profundidades donde ninguna perforación humana puede llegar, un grupo de geofísicos ha encontrado indicios de una enorme reserva de agua. No es un mar subterráneo con olas, sino agua atrapada en minerales del manto, y su volumen potencial podría acercarse o incluso superar al de todos los océanos de la superficie.
El trabajo, liderado por investigadores de la Universidad Northwestern y la Universidad de Nuevo México, combina datos de unos 2 000 sismógrafos repartidos por Norteamérica con experimentos de laboratorio a alta presión. Los resultados, publicados en Science, apuntan a que una capa situada alrededor de los 700 kilómetros de profundidad funciona como un enorme almacén de agua escondida en la roca.
Las ondas de los terremotos viajan por el interior del planeta como un eco que rebota en cada capa. Al analizarlas, el equipo ha visto que, justo por debajo de los 660 kilómetros de profundidad bajo Norteamérica, las ondas se frenan de forma brusca y cambian de comportamiento, una señal típica de roca parcialmente fundida.
En el laboratorio han recreado esas condiciones extremas con rocas que contienen ringwoodita, un mineral del manto capaz de almacenar agua en su estructura cristalina. Cuando ese material desciende desde la zona de transición hacia el manto inferior pierde capacidad para retener H2O, libera agua y se funde en parte, exactamente el patrón que explicaría la anomalía sísmica observada.
¿Es de verdad un océano escondido?
En la zona de transición del manto, entre unos 410 y 660 kilómetros de profundidad, minerales como la ringwoodita y la wadsleyita pueden guardar uno o dos por ciento de su peso en agua. Steve Jacobsen lo resume así “uno o dos por ciento de H2O por peso equivaldría a dos o tres veces el agua de los océanos” si toda esa región estuviera hidratada.
Conviene no imaginar un océano líquido continuo. El agua está integrada en los cristales de los minerales, en forma de grupos OH y iones. No hay cavidades llenas de agua dulce ni una reserva a la que podamos acceder con tuberías. Es una esponja mineral gigantesca, invisible desde la superficie, que forma parte del mecanismo interno de la Tierra.
En los libros de texto el ciclo del agua suele quedarse en nubes, lluvia, ríos y mares. Sin embargo, una parte del agua del océano termina hundiéndose hacia el interior cuando las placas oceánicas se subducen bajo otras placas. Esa corteza cargada de sedimentos y agua llega a la zona de transición y alimenta esta esponja del manto.
Cuando la roca hidratada cruza el límite hacia el manto inferior se deshidrata y se funde en parte, liberando agua que puede quedar atrapada en profundidad o volver más tarde hacia la superficie con el magma. Ese tráfico lento entre interior y exterior podría ayudar a mantener la cantidad de agua que vemos en mares y atmósfera a lo largo de millones de años.
¿Y qué significa todo esto para nuestra vida diaria?
Quien mira al cielo esperando lluvia o revisa la factura del agua puede preguntarse si este descubrimiento cambia algo inmediato. La respuesta honesta es que no habrá grifos conectados al manto. A esas profundidades el agua forma parte de la roca y no existe una tecnología razonable para extraerla, ni tendría sentido energético intentarlo.
Lo que sí cambia es el relato de nuestro planeta. Saber que la Tierra puede guardar en su interior tanta agua como la que vemos fuera ayuda a explicar por qué ha mantenido mares durante millones de años mientras otros mundos se secaban. Esa reserva profunda también facilita el movimiento de las placas y alimenta volcanes, un apoyo silencioso a un clima habitable.
Por ahora la imagen más nítida se ha obtenido bajo Norteamérica, donde la red sísmica es especialmente densa. El siguiente paso será comprobar si la zona de transición está igual de hidratada bajo otros continentes y océanos y hasta qué punto este “océano” profundo es global o se concentra en determinadas regiones del manto.
Mientras llegan esas respuestas, el mensaje de fondo es claro. Incluso en un planeta tan estudiado como la Tierra siguen apareciendo reservas ocultas y procesos silenciosos que sostienen la vida en superficie. Saber que parte del agua que vemos en las olas también circula, muy lentamente, a cientos de kilómetros de profundidad nos recuerda que nuestro mundo es más dinámico y complejo de lo que parece.
El estudio científico original ha sido publicado en “Science”.


















